Vacaciones en tiempo ordinario
, Diácono Permanente | Con la llegada del calor que trae consigo el verano la mayoría de los españoles nos disponemos a disfrutar de las merecidas vacaciones, por lo menos aquellos que tienen la suerte de conservar un trabajo estable. Y con las vacaciones nuestra vida se torna un poco más caótica, relajada, sin el agobio del reloj que marca toda nuestra existencia laboral. Nuestra rutina diaria (¡bendita rutina!, exclamaba mi profesor de Liturgia) se ve relevada por horarios que se adentran en la nocturnidad del día acompañados generalmente por amenas conversaciones con aquellos amigos que hace tiempo que no vemos. Visitamos lugares nuevos o volvemos a la tierra que nos vio nacer, donde jugamos de niños y nos convertirnos en adultos. Seguramente participaremos en las fiestas y acompañaremos a la Virgen o al Santo Patrón o Patrona como cuando éramos jóvenes, pero ahora podremos llevar sobre el hombro las andas que transportan esa imagen cristiana tan querida y venerada.
Y es precisamente durante este tiempo estival cuando la Iglesia dentro del Año Litúrgico se encuentra celebrando el Tiempo Ordinario. Dicho así, parece que este tiempo no tuviera importancia, como si fuera normal que acompañase a estos meses de vacaciones y relajación. Pero la Iglesia no se va de vacaciones. Durante el Año Litúrgico en la Iglesia hay diversos “tiempos” llamados “fuertes”: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Y también existe el llamado Tiempo Ordinario.
El nombre de Tiempo Ordinario no es muy feliz; también se le llama “tiempo durante el año”, en latín “tempus per annum”, y antes, popularmente “domingos verdes” (por el color litúrgico que se emplea). Lo de ordinario no tendría que interpretarse como “poco importante” o “anodino”. Con este nombre se quiere distinguir así de los “tiempos fuertes” que son el ciclo de Pascua y Navidad, con su preparación y su prolongación.
El Tiempo Ordinario está dividido en dos partes: la primera comienza el lunes que sigue al domingo posterior al 6 de enero y se extiende hasta el martes de Cuaresma inclusive, y la segunda parte comienza de nuevo el lunes después del domingo de Pentecostés y termina antes de las Vísperas del domingo I de Adviento.
Pero el Tiempo Ordinario tiene su gracia particular. En rigor es el tiempo más antiguo en la organización del Año cristiano y además ocupa la mayor parte del año (entre treinta y tres o treinta y cuatro semanas, de las cincuenta y dos que tiene el año). Este tiempo presenta valores que no se pueden olvidar: nos ayuda a ir viviendo el misterio de Cristo en su totalidad; nos acompaña en la tarea de crecimiento y maduración de lo que hemos celebrado en la Navidad y en la Pascua; pone en evidencia la primacía del domingo cristiano; nos ofrece la escuela permanente de la Palabra bíblica; y nos hace descubrir la gracia de lo ordinario: la vida cotidiana vivida también como tiempo de salvación.
Este Tiempo Ordinario es una de las partes del Año Litúrgico que ha experimentado una transformación mayor en la reforma posconciliar. Considerado como un tiempo menor o “no fuerte”, en comparación con los ciclos llamados fuertes, es lo bastante importante para que, sin él, quedase incompleto el sagrado recuerdo que la Iglesia hace de la obra de la salvación efectuada por Cristo en el transcurso del año: “La Santa Madre Iglesia considera que es su deber celebrar la obra de salvación de su divino Esposo con un sagrado recuerdo, en días determinados a lo largo del año… Al conmemorar así los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación”. (Sacrosantum Concilium 102)
Es evidente que la peculiaridad de este Tiempo Ordinario no radica en la constitución de un verdadero periodo litúrgico, en el que los domingos guardan una relación especial entre sí en torno a un aspecto determinado del misterio de Cristo. La fuerza de este Tiempo Ordinario reside en cada uno de los 33 o 34 domingos que lo integran, tal y como nos lo indican las Normas Universales sobre el Año Litúrgico y el Calendario (NUALC 43): “Además de los tiempos que tienen carácter propio, quedan 33 o 34 semanas en el curso del año en las cuales no se celebra ningún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos.”
Parece claro con todo lo anteriormente expuesto, que los cristianos no debemos tomarnos vacaciones poniendo por excusa que vivimos el Tiempo Ordinario, todo lo contrario vivamos nuestra fe allá donde vayamos, disfrutemos de los amigos, de la familia, del entorno, y sobre todo disfrutemos también de este Tiempo litúrgico con nuestra asistencia a la Santa Eucaristía siguiendo la tradición apostólica que la Iglesia celebra cada ocho días y que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo. (SC 106)