Mamá
| Todos desde niños hemos abrazado a nuestra madre, a aquella que nos ha dado la vida y a la que le debemos todo. Muchas veces ella, nuestra madre, nos ha enseñado a querer y a invocar a otra Madre. La Madre de Dios y Madre de todos los hijos de Dios. María, la que dio a luz al Salvador nos ha entregado a nuestra madre para que nuestra mirada se vuelva a ella, para que madre e hijo se dirijan a Ella para alcanzar las gracias que más necesitan porque Dios ha hecho maravillas en María.
Con nuestra madre podemos orar a la Virgen María de un modo cercano, maternal, vivo, pero también descubrimos oraciones ya hechas que nos invitan a acercarnos a Ella de otra manera. Encontramos no pocos himnos y antífonas que nos conducen a descubrir las maravillas que ha hecho Dios en María y por medio de Ella en nosotros, sus hijos. Esas oraciones que nos sabemos de memoria y que quedarán para siempre en nosotros. Con ellas nos damos cuenta quién es en verdad aquella que tiene la dicha de ser la elegida por Dios para ser Madre de su Hijo.
Cuando nos asombramos ante las maravillas que Dios obra en Nuestra Madre nos damos cuenta que todo lo que le pidamos no va a ser rechazado porque si una madre no niega nada a su hijo, cuánto menos lo negará aquella que es Madre de todos los hijos de Dios. Aquí encontramos un pilar fundamental para nuestra vida de oración. Acercarnos a la Virgen Nuestra Señora como nos dirigíamos de niños a nuestra madre para conseguir algo; así, con sencillez, amor, dulzura, pureza, sin malicia,… sabiendo que los brazos se iban a abrir de par en par sin duda alguna.
Hay muchos modos de orar, pero pienso que este es uno de los más bellos y provechosos porque se muestra al natural la relación que tenemos con nuestra madre en la tierra, pero sobre todo con la del cielo. Ambas son madres que pase lo que pase no nos abandonan y siempre acuden en ayuda del hijo mayor o del padre siempre que sea necesario.
Tomados de la mano de nuestra madre, pongamos los ojos, la boca y el corazón en María la Madre de Dios y con Ella en su Hijo Jesucristo, que con la fuerza de su Espíritu nos hacen clamar: MAMÁ. Sí, digamos Mamá, igual que Cristo decía Abba, Padre, en los momentos más duros de su vida, en el Huerto de los olivos al inicio de su Pasión; y encontraremos el consuelo de una Madre que nos vuelve en sí, como nos relata Santa Teresa de Jesús al perder a su madre:
“Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos. Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí” (Santa Teresa de Jesús, Vida 1,7).