Las negaciones de Pedro

La negación de San Pedro
La negación de San Pedro (Adam de Coster)

Luis Mª Mendizábal | Jesús ora por Pedro no sólo rezando. Ofrece también su pasión por él, para que su fe permanezca y madure a través de la prueba. Y tú, cuando hayas vuelto…, porque habrá un fallo. Pero, convertido, confirma a tus hermanos. Es como decirle: “Con la prueba habrás madurado lo suficiente como para confirmar a los hermanos”.

El primado

Pedro es de aquellos que por naturaleza tienden a la entrega. Mostró desde siempre un afecto personal a Jesús. Destaca entre los otros por ello. Es como la preparación natural a su oficio de primado. Lo que muestra que es real y verdaderamente Piedra es una primacía de afecto personal a Cristo. Primacía también de abnegada entrega al grupo de los Doce. En eso es admirable. Hay una prontitud en sus reacciones generosas que ordinariamente le coloca a él a la cabeza de los discípulos y aparece siempre como portavoz de ellos. Recordemos algunos de esos momentos.

En primer lugar, cuando el Señor pregunta: ¿Quién decís vosotros que soy yo? (Mt 16). Y se adelanta el primero: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Lo dice antes de que Jesús diga: Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Antes de la promesa de la primacía, él tiene una primacía hacia Cristo. Tú eres Pedro, y ahora yo te prometo que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Un poco más adelante, Jesús anuncia que será entregado en manos de los enemigos y él se adelanta, expresando quizá lo que todos pensaban: ¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!

Un segundo momento lo encontramos al comienzo del evangelio de Marcos (Mc 1) cuando Jesús va a orar temprano y no le encuentran. Entonces dice el evangelista: Simón y sus compañeros fueron en su busca. Primero Simón, y luego sus compañeros.

Como tercer ejemplo encontramos en el capítulo sexto de san Juan la contestación después del sermón del Pan de Vida, cuando Jesús pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos?, y él responde: Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabra de vida eterna.

Por último, en la curación de la hemorroísa (Lc 8) pregunta el Señor: ¿Quién me ha tocado?, y responde Simón, el primero: Señor, todo el mundo te aprieta, ¿y preguntas quién te ha tocado?

La criba

Pedro es, pues, el primero en la entrega, en el afecto del amor y en el grupo. Pero el metal de ese amor no está purificado del todo. Hay mucha escoria. Hay un horizonte todavía demasiado temporal, demasiado humano. Ese horizonte es el que le lleva a decir, creyéndose portavoz: ¡De ningún modo te sucederá eso! “¡No irás a la cruz!”. Porque hay en él una complacencia consciente, un sentimiento de que él es más que los demás. Aparece claro en la última cena: Aunque todos se escandalicen, yo no […] Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré (Mc 14). Está muy lejos del sentimiento que tenía en el comienzo, en la pesca milagrosa: Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador (Lc 5). Esa presunción inmadura le impide acoger la advertencia de Jesús para orar y velar, y así no caer en la tentación.

Cristo quiere conferirle la primacía de caridad fraterna, consumar en él el modelo del buen pastor. Para ello se servirá de la tentación. La caída va a ser la medicina que realiza la purificación de aquel corazón generoso por medio de la experiencia de su fragilidad y cobardía. Él, que se cree tan valiente, experimenta que es un cobarde. Pedro sabrá en adelante que si no se ha hundido en la apostasía total, como Judas, es porque Jesús ha rogado personalmente por él, y ha ofrecido por él los sufrimientos que estaba pasando.

Pedro se mete en el peligro imprudentemente, a pesar de que Jesús había dicho que se marcharan. Había querido seguir al Señor, pero desgraciadamente no de cerca, sino de lejos; es lo peor que puede pasar. A Jesús o se le sigue de cerca o se queda uno huido de Él.

Parece que Juan tenía amigos en casa del pontífice, y él entró sin dificultad. Fue Juan el que le dijo a la mujer que estaba en la puerta exterior que aquél otro era amigo suyo. Y entró Simón con mucho miedo, curioseando, a ver en qué terminaba todo aquello. Se acercó con timidez al fuego, donde estaba la gente, en medio del patio, con esa actitud temerosa, de no saber qué terreno pisa uno.

Los que están allí son los que han intervenido en el prendimiento de Jesús, que está dentro, siendo interrogando. Pedro había sacado la espada en el momento del prendimiento, y quizás alguno de ellos le pudiera reconocer. Todo eso tenía que tenerlo él dentro de su corazón. Está en una situación muy incierta. La portera lo ve, le mira fijamente y grita: “¡También éste es de los que iban con Jesús! Esa cara la he visto yo con Él”.

Simón pierde la serenidad por el miedo a la gente que hay allí alrededor, a los que puedan reconocerle. Él había dicho en la cena: “estoy dispuesto a ir hasta la muerte contigo”. Ahora, ante las palabras de esa portera tiene miedo y empieza a asegurar que no le conoce, que nunca ha estado con Él. ¡Qué dolor para Cristo! “Pedro, ¡que no me conoces! ¿Y quién te ha prometido el primado, quién te ha dado la primera comunión? ¿y quién te ha ordenado sacerdote esta misma noche? ¡No me conoces!…”.

Después las cosas se complican, los peligros son mayores. La gente sigue, se va interesando, vienen los guardias del templo, y le vuelven a repetir: “Pero sí, sí… ¿no te he visto yo en el huerto con Él?”. Y el mismo recuerdo de su defensa, de su violencia… “Si la misma manera de hablar te delata. Tú eres galileo. Seguro que eres de los seguidores de ése”. Y “que no”, y “que no”. Y perjurar, perjurar, jurar en falso, y asegurar, y echar imprecaciones: “¡Que yo no conozco a ese hombre!”.

Pedro, fijémonos bien, nunca negó que Jesús fuera el Cristo. No fue su fe en Él lo que falló. Lo que negó fue que él, Simón, fuera discípulo suyo. Reflexionemos a ver si no nos ha sucedido también a nosotros que hemos obrado y hablado como si no fuéramos discípulos de Cristo por temor, o por respetos humanos.

El arrepentimiento y la transformación

Bajo la ceniza se mantenía encendido el fuego del amor y una mirada de Jesús bastó para avivarlo. En ese momento de prueba es cuando Jesús pasa junto a él. Con una delicadeza enorme, para que nadie advierta que se conocen, le miró. Mirada que le llegó hasta el fondo del corazón y le deshizo por dentro. Comprende que allí ya no puede estar, y va hacia la puerta. Fuera llora amargamente, sollozando, apoyado en el muro. ¡Cuántas cosas han pasado en poco tiempo, en apenas un par de horas!

Pedro está inconsolable. Más que por su caída, por el dolor que ha causado al Maestro después de tantos dones recibidos. Él ha añadido a las injurias y a las afrentas de aquella noche infernal su negación. Él ha contribuido siendo uno más, y ha visto a Jesús llevado como cordero al matadero por sus pecados.

¿Dónde iría esa noche Pedro? Probablemente donde la Virgen, al “Refugio de los pecadores”. Quizá el primer pecador al que acogió la Virgen, asociada a la obra del Redentor, fue el primer Papa. Ella le recordaría las delicadezas del Corazón de su Hijo asegurándole y dándole confianza: Jesús lo comprendía todo, se lo había predicho. Ella lo conocía muy bien y podía decirle que estaba perdonado.

Simón Pedro muestra una interesante postura evangélica. Lejos de ocultar su caída hablará de ella a menudo. Tan a menudo, tan minuciosamente, que en el evangelio de san Marcos, “secretario” de Pedro, las tres negaciones dan la impresión de multiplicarse indefinidamente, como si el apóstol pescador no hubiera hecho en toda la noche nada más que negar. Es el reconocimiento propio de la humildad, de vivir la salvación como un puro don de Dios. De ahí nacerá precisamente el corazón del buen pastor a quien el Señor encomendará que le apaciente sus ovejas (cf. Jn 21).

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