La diestra de Dios (II)

Hoguera

Antonio Pavía, Misionero comboniano

Como hemos podido ver, el autor se ha explayado a la hora de darnos a conocer la violencia desbocada que domina el ánimo del primer combatiente: Egipto. En cuanto al segundo, Dios, no necesita decir tantas cosas; se limita a poner de relieve el poder de su aliento: “mandaste tu soplo, los cubrió el mar y se hundieron como plomo”.

El soplo, el aliento de Dios. Soplo creador, protector y liberador. Soplo que nos recuerda a aquellos jóvenes israelitas –Ananías, Azarías y Misael- que osaron desobedecer al rey Nabucodonosor, el cual pretendía que todos sus súbditos -y ellos en cuanto exiliados en Babilonia lo era- le adorasen: “…El heraldo pregonó con fuerza: A vosotros, pueblos, naciones y lenguas, se os hace saber: …os postraréis y adoraréis la estatua de oro que ha erigido el rey Nabucodonosor. Aquel que no se postre y le adore, será inmediatamente arrojado en el horno de fuego ardiente” (Dn 3,4-6).

Como hemos dicho, estos tres jóvenes israelitas desafiaron al rey negándose a postrarse ante su estatua. Fueron detenidos y conducidos a su presencia, quien les amenazó con arrojarlos a un horno ardiente. Si ardiente era el fuego con el que les intimidó, mucho más ardiente era su fe en el Dios vivo. Bien sabían que el mismo Dios que sacó a Israel de las poderosas garras de Egipto, el mismo que abrió para su pueblo un camino en medio del mar, tenía poder para librarles de las llamas.

Los tres fueron arrojados al horno. Para que el castigo no se malograse encendieron el horno con mucha más intensidad de lo acostumbrado. Todo un desafío al Dios de Israel con el vano intento de impedirle actuar. Efectivamente, las llamas se elevaron tanto que incluso abrasó a los siervos del rey (Dn 3,47-48). Cuando parecía que el castigo del rey había sido llevado a cabo… Oigamos al cronista: “… El ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego no los tocó siquiera ni les causó dolor ni molestia” (Dn 3,49-50).

El soplo, la brisa de Dios en favor de los suyos. Los santos Padres de la Iglesia nos dicen que este soplo, esta brisa de Dios que protegió a estos testigos, preanuncian y profetizan el Evangelio de Jesucristo. Así es. No hay mayor verdad que la de decir que el Evangelio del Señor Jesús no es una carga, todo lo contrario: es la brisa de Dios…, y más aún, ¡es el mismo Dios puesto a nuestro servicio!

¿Quién como tú? Canta alborozado el pueblo que acaba de ser rescatado de las aguas. ¿Quién como tú para infundir esperanza a los decaídos, a los que viven presos del abatimiento? Tú, Señor nuestro, eres el único que mira con amor a los que nadie presta la menor atención. Sólo tú te abajaste hasta nuestra miseria para salvarnos. Sí, Dios nuestro, ¿quién como tú?

¿Quién como tú para salvar? He aquí una de las piedras angulares en las que se apoya la fe, la adhesión a Dios, del pueblo santo. Es cierto que Israel tiene la querencia a olvidarse de Dios, sobre todo cuando le da por creer que puede vivir perfectamente sin Él, o al menos sin hacerle demasiado caso. Es una querencia que le empuja hacia otros dioses, cuya apariencia deslumbra más sus sentidos que la no-apariencia del Invisible. Los profetas denunciarán insistentemente la doblez de este pueblo. Nos hacemos eco de una de estas denuncias: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; a los Baales sacrificaban, y a los ídolos ofrecían incienso… Mi pueblo tiene querencia a su infidelidad; cuando a lo alto se les llama, no hay uno que se levante” (Os 11,1-7).

¿Quién como tú? Canta una y otra vez Israel reunido en asamblea para dar culto a Dios. Las voces de los fieles se alzan emocionadas a lo largo y ancho del Templo de Jerusalén. ¿Quién como tú, autor de maravillas? El mismo Israel que es capaz de sorprender al mundo entero por la belleza de sus liturgias de alabanza, es también de olvidarse, de echar en saco roto, tantas y tantas maravillas que Dios hizo en su favor.

Parece que no hay remedio para este pueblo. Por más que Dios se incline hacia él para protegerle, una vez pasado el peligro los israelitas se olvidan y vuelven a sus querencias, se dejan llevar por su debilidad. Podríamos pensar que Dios tendría que decir: ¡basta!, ¡hasta aquí hemos llegado! Podría haberlo hecho, pero no lo hizo. Si el sentido de justicia de Dios fuera como el nuestro, pronto se hubiera cansado, y el pueblo santo no hubiese podido cumplir su misión de dar al Mesías al mundo entero.

El autor del libro de la Sabiduría nos expone con una belleza magistral esta misión de Israel, el pueblo elegido. Nos explica el sentido catequético de por qué durante las plagas que se abatieron sobre Egipto, éste fue privado de la luz, lo que no sucedió en las casas de los israelitas: “Bien merecían verse de luz privados y prisioneros de tinieblas, los que en prisión tuvieron encerrados a aquellos hijos tuyos que habían de dar al mundo la luz incorruptible de la Palabra” (Sb 18,4).

La querencia a la infidelidad, a la idolatría, de Israel, no es sino un espejo de la nuestra. Todos conocemos la esclavitud a la que nos somete el fulgor de las apariencias; mas no queda ahí, sin más, el diagnóstico de la volubilidad de nuestro pobre corazón. Los mismos profetas que denuncian, a veces hasta incluso ásperamente, esta querencia infantil de Israel, hacen más énfasis en el amor y la misericordia de Dios para con su pueblo.

Así es y así se nos repite incansablemente a lo largo de la Escritura. Nos servimos del mismo texto anteriormente citado del profeta Oseas. La respuesta de Dios ante la infidelidad de Israel no es precisamente acabar con su pueblo; al contrario, la respuesta es un canto al amor incondicional de Dios: “¿Cómo voy a dejarte, Efraín, cómo entregarte, Israel?… Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no hombre…” (Os 11,8-9)

No, no dio curso a su cólera por más que el mismo Israel, que es capaz de alabar a Dios diciéndole: ¿quién como tú, autor de maravillas?, se olvida de ellas “… mas con todo pecaron todavía, en sus maravillas no tuvieron fe…” (Sl 78,32). Los hombres nos olvidamos de nuestras promesas y de amar. ¡Dios no! La prueba de esto es su Encarnación, por medio de la cual su Hijo llevó a cabo la misión de salvar al mundo entero. Atención: salvarlo, no condenarlo: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17).

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