La carta

Profesora

Ana Isabel Carballo Vázquez | Todas las mañanas la señorita Sofía llegaba a clase con una flor en las manos que cuidadosamente situaba a los pies de la imagen de la Virgen. Rezaba una brevísima oración y, al terminarla, se giraba hacia nosotros con la sonrisa más bella que jamás habíamos podido ver. Todavía puedo estremecerme cada vez que llega a mi mente la imagen de esa joven sonrisa llena de vida y confianza.

Ese día era un día especial –o así me lo pareció a mí– y Sofía nos tenía preparada una actividad nueva. Sacó de su maletín unos folios de color azul cielo y unos sobres de un azul mucho más intenso. Los entregó a cada uno de nosotros y nos pidió que le escribiésemos una carta a Dios. En ella tendríamos que poner lo que le queríamos pedir de corazón y sabiendo que solo se cumpliría si creíamos en Él y si no éramos egoístas en nuestra petición. Aquel momento resultó emocionante para todos los alumnos: saber que Dios iba a recibir nuestra carta nos hacía esforzarnos en perfeccionar al máximo nuestras, todavía, torpes letras. ¡Pero daba igual!, Dios sabía leer perfectamente aún en los renglones totalmente torcidos de niños de ocho años.

Muchos se afanaron en escribir grandes cartas pidiendo para ellos, para sus hermanos, para sus amigos, para sus papás… Pero yo solo había podido escribir una frase: “Querido Dios, que la maestra no pierda jamás la sonrisa de sus labios.” Parecía fácil para Dios. No era egoísta mi petición y el resultado sería hacer feliz a millones de niños que pasasen por su aula. Fácil y bonito, ¿no? Pusimos nuestro nombre en el sobre, la maestra los recogió y los puso junto a la Virgen, junto a la flor, y nos dijo que en unos meses leeríamos lo que habíamos escrito cada uno.

Pasaron algunos meses y una mañana apareció por la puerta una nueva profesora. En un tono muy dulce nos explicó que la señorita Sofía iba a tardar unos días en volver, pues su marido y su hija habían perdido la vida en un accidente de coche. Las cartas fueron cogiendo polvo junto a la flor marchita hasta que tres meses más tarde vimos entrar una hermosa rosa blanca que arrastraba a la joven Sofía. Como hasta entonces, se acercó lentamente a la Virgen, depositó la flor, rezó y se giró hacia nosotros. Su rostro seguía teniendo el mismo gesto dulce de siempre pero, para mi sorpresa, sus labios se habían quedado inexpresivos y mis ojos habían perdido desconcertados la visión de aquella hermosa sonrisa.

Así siguió durante varios días hasta que una tarde cogió los sobres, se sentó en la mesa en silencio y empezó a llamarnos para que saliéramos a leer la carta a Dios. El primero en salir fue Pedro. Muy nervioso comenzó a decir que le había pedido a Dios un hermanito con el que jugar. La maestra le felicitó, pues sabía que su madre estaba embarazada y que en pocos días tendría ese hermanito para jugar con él, pero también para ayudar a su mamá a cuidarlo, a lo que Pedro respondió con un sí enorme que llenó toda la clase de risas.

A continuación salió Mercedes que nos contó cómo le había pedido a Dios un perrito para que le hiciera compañía a su abuela. Luego se entusiasmó al detallarnos la raza, el color, el tamaño, sus travesuras día a día… hasta que Sofía la cortó y le dijo suavemente que estaba muy bien, pero que recordara que lo que más feliz iba a hacer a su abuela no era la compañía del perrito sino la de su pequeña nieta.

David pasó a leernos su carta a Dios en la que pedía una gran cantidad de juguetes caros para él solito y afirmó que, de momento, no había conseguido ninguno. Sofía le regañó y le dijo: “¿recuerdas cuál era el trato?: No podíamos ser egoístas en nuestras peticiones; por eso Dios no te ha dado nada de lo que le has pedido”.

Después salió Rosa que dijo que había pedido sacar buenas notas pero que, de momento, aún no había conseguido aprobar las matemáticas. La profesora acarició a Rosa en la mejilla y le recordó que Dios también nos pedía nuestro esfuerzo y nuestra ayuda para concedernos las cosas y que si ella estudiaba un poquito más vería cómo Dios le concedía su petición.

Así fuimos pasando uno a uno esperando un consejo, un aplauso o una regañina de nuestra maestra y a mí se me iba encogiendo cada vez más el corazón al ver que mi turno se acercaba. Y así fue:
– Luis, es tu turno –dijo al tiempo que me miraba con ternura.
Yo caminé cabizbajo hasta su mesa, cogí la carta y dije:
– No, señorita, yo no voy a leerla. Dios no existe. Si Dios existiera no habría permitido que lo que he escrito en la carta se hubiese acabado.
– No, Luis, eso no es cierto –respondió entristecida Sofía– Dios, a veces, permite que las cosas se acaben porque busca un bien mayor para nosotros. Solo hay que confiar y esperar.
– ¿Entonces por qué usted no ha vuelto a sonreír? –dije sollozando mientras volvía a mi pupitre.

La maestra permaneció callada durante un rato. Después abrió su bolso y sacó de él una foto de su marido y de su hija, le dio la vuelta y con letra de niña pequeña pudo leer: “no dejes nunca de sonreír, mami, que Dios, papá y yo te querremos siempre, siempre, siempre”.
– Luis, ¿sabes? –me dijo con cariño– hoy era el cumpleaños de mi hija y tú me has recordado el mejor regalo que Dios me pudo dar y, aunque parezca lo contrario, nunca me quitó. ¡DIOS SÍ QUE EXISTE!, porque nada de lo que llevamos de verdad en el corazón puede perderse para siempre.

Y mientras Sofía me mostraba la foto, dibujó en su rostro una vez más su hermosa sonrisa que jamás volvió a desaparecer.

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