Himno a la gloria de Dios (I)

, Misionero comboniano
“Y viendo Israel la mano fuerte que Yahveh había desplegado contra los egipcios, temió a Dios y los israelitas creyeron en él y en Moisés. Entonces Moisés y los israelitas cantaron este cántico a Yahveh. Dijeron: Canto a Yahveh, pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro. Mi fuerza y mi canción es Dios, él es mi salvación, él, mi Dios, yo le glorifico, el Dios de mi padre a quien exalto…” (Éx 14,31 y 15,1-5).
Israel ha visto a sus enemigos a sus pies. Nos dice el autor del libro del Éxodo que el pueblo santo vio la mano fuerte de Dios, es decir, vio su gloria y la proclamó exultante. Vamos a servirnos de este texto para intentar entresacar algo de la inescrutable riqueza catequética que tiene el verbo temer en la espiritualidad bíblica. Empezamos por algo que es de por sí evidente. Si el concepto que nos ofrece la Escritura acerca del temor fuera el mismo que se deriva de nuestra cultura occidental, no encontraríamos sentido alguno que, ante el milagro del que están siendo testigos los israelitas -la muerte de sus enemigos a sus pies-, leamos en el texto que “el pueblo temió a Yahvé”. Es indudable que se está hablando de un concepto de temor muy diferente al nuestro. De esto vamos a tratar.
Podemos partir de lo que Dios nos dice por medio del profeta Isaías: “Así dice Yahvé: Los cielos son mi trono y la tierra el estradote mis pies. Pues ¿qué casa vais a edificarme, o qué lugar para mi reposo, si todo lo hizo mi mano, y es mío todo ello? Dice Yahvé. Y ¿en quién voy a fijarme? En el humilde y contrito que tiembla ante mi Palabra” (Is 66,1-2).
Entramos, con la ayuda de Dios, en la médula catequética de este pasaje. Parece que Dios está respondiendo a la inquietud de su pueblo santo. El pueblo está saliendo de Babilonia, y los israelitas se preguntan cómo van a dar culto a Dios en Jerusalén siendo así que el Templo fue destruido por las tropas de Nabucodonosor. Dios les aclara perfectamente el dilema. Es importante el templo de piedra, pero lo es más el templo interior: Él habita en todo aquel que, revestido de humildad, es capaz de temblar ante su Palabra.
Temblar, temor religioso ante su Palabra, lo que quiere decir ante Él mismo. Estamos hablando del temor que precede a la adoración perfecta, aquella en espíritu y verdad que el Hijo de Dios nos hizo saber no como obligación sino como promesa suya: “Llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad” (Jn 4,23-24).
La Escritura, pues, no habla de un temor de huida sino de aproximación, de cercanía. En este sentido podemos decir que teme a Dios todo aquel que tiene la suficiente sabiduría para discernir entre lo que es un simple azar o casualidad, y el obrar de Dios en su vida. Cuando un hombre constata que ha sido visitado por Dios, escuchado en sus súplicas, consolado en su aflicción, es que está en la órbita del santo temor de Dios. Sabe que Él, el Trascendente, el Otro, el Innombrable, se ha dignado bajarse a su altura y atenderle. En estos casos, lo contrario al temor es la necedad: el atribuir la delicadeza que Dios ha tenido con él al azar, a la casualidad.
A los israelitas, que fueron testigos del obrar prodigioso de Dios en su vida cuando separó las aguas del mar Rojo librándolos así de sus enemigos, no se les ocurrió atribuir este acontecimiento a una especie de fenómeno como un maremoto o cualquier causa física. Supieron que había sido Dios; más aún, fue ahí donde comprendieron el verdadero significado del mandato que le dio a Moisés: “Alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los israelitas entren en medio del mar a pie enjuto” (Éx 14,16).
Este es el temor santo, saber que Dios actúa en nuestra insignificancia; lo contrario, como he señalado antes, de la necedad, que anula a Dios y a su Palabra. Israel fue sabio; fue testigo de la obra de Dios y, como ya hemos señalado en profundidad, “vio, temió y creyó”…
En este sentido, no son pocos los textos de la Escritura que establecen una relación indisoluble entre el temor y la sabiduría. Entre tantos de ellos me decanto por este del libro del Eclesiástico, pues lo considero especialmente impactante por su riqueza y la abundancia de imágenes que nos ofrece: “Gloria es y orgullo el temor del Señor, contento y corona de júbilo. El temor del Señor recrea el corazón, da contento y regocijo largos días. Para el que teme al Señor, todo irá bien al fin, en el día de su muerte se le bendecirá. Principio de la sabiduría es temer al Señor… Raíz de la sabiduría es temer al Señor, sus ramas, los largos días” (Si 1,11-20).
Una apreciación más. El temor, tal y como lo entendemos en nuestra cultura, no necesita ser enseñado, lo llevamos dentro, de hecho reaccionamos ante cualquier peligro. Sin embargo, el temor de Dios sí que hay que aprenderlo, nos tiene que ser enseñado por Él mismo. Escuchemos al salmista: “Temed a Yahvé vosotros, santos suyos, que a quienes le temen no les falta nada. Los ricos quedan pobres y hambrientos, mas los que buscan a Dios de ningún bien carecen. Venid, hijos, oídme, voy a enseñaros el temor de Yahvé” (Sl 34,10-12).
Israel es llamado, sale de Egipto, es atacado al pie del mar Rojo…, Israel es salvado por Dios. Es testigo de la extraordinaria obra que acaba de hacer con él, lo que provoca que todos a una eleven su cántico festivo. Así es como nos lo narra el autor del libro del Éxodo: “Entonces Moisés y los israelitas cantaron a Yahvé…”
Por supuesto que todos los pueblos de la tierra tienen una historia en la que abundan los cantos épicos, surgidos por motivo de las hazañas y victorias de sus ejércitos. Asímismo tienen sus héroes a quienes dedican sus elegías. No hay nación que no celebre sus triunfos sobre tropas invasoras, sobre ejércitos más potentes, etc. Sin embargo, los cánticos e himnos de Israel son diferentes, tienen una particularidad que les hace distintos a los del resto de los países; por extraño que parezca, los israelitas ensalzan en primer lugar y por encima de todo ¡la gloria de Dios!
He ahí la grandeza de los cánticos de este pueblo: Tienen sus ojos puestos en la gloria de Dios. Su Palabra gloriosa fue la que sujetó y sometió bajo su poder la gloria del mundo; en el caso que nos ocupa, la gloria del Faraón. Éste, embravecido por el número incalculable sus huestes, carros y caballos, fue aniquilado. De ahí que el himno de alabanza del pueblo santo incida en primer lugar en que su Dios “se cubrió de gloria”.
Sólo el pueblo de Israel tiene esta sabiduría de dejar al descubierto una vertiente catequética al rememorar su historia. Así lo hace en el caso del paso del mar Rojo. Estas vertientes catequéticas extraídas de su historia constituyen la columna vertebral de su fe y de su experiencia de Dios. Es así como llegan a comprender que sólo su gloria permanece para siempre. Todo está sujeto a la mutación, sólo Dios permanece para siempre como lo que es: Dios.
¡Se revelará la gloria de Yahvé! He ahí el grito de Isaías al pueblo, que ve cómo pasan los años en Babilonia sin que aparentemente Dios haga nada por él. En pleno desconcierto, en esta situación tan endeble en la que mantener y perseverar en la fe parece algo imposible, resuena con fuerza la voz del profeta: ¡Se revelará la gloria de Dios! La misma que se hizo presente en el mar Rojo y que nuestros padres cantaron a voz en grito hasta casi partírseles el alma. ¡Se revelará esta misma gloria…! Al impacto de estas palabras del profeta, Israel empieza a despertar de su letargo y abre sus oídos al mensajero que Dios les envía: “Se revelará la gloria de Yahvé, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahvé ha hablado. Una voz dice: ¡Grita! Y digo: ¿Qué he de gritar?: Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le dé el viento de Yahvé… La hierba se seca, la flor se marchita, mas la Palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Is 40,5-8).
La gloria de Dios permanece para siempre y su Palabra también. Dios no se ha vuelto ni se volverá nunca atrás en sus promesas. Su gloria es nuestra gloria, estamos salvados, somos su pueblo. He ahí una constante a lo largo de toda la historia de Israel y que se convierte en columna vertebral de su espiritualidad.
Sois míos, sois mi pueblo. Vuestra salvación testifica y anuncia ante el mundo entero mi propia gloria. Esto es lo que viene a decir Dios por medio de Isaías a su pueblo santo. Le tiene que hablar en estos términos para que “recuerde sin cesar su linaje”. Que recuerde que su Dios manifestó su gloria ante Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés…, y también ahora ante ellos, por más que la desesperanza y la incredulidad se haya adueñado de sus almas.
He ahí una de los mensajes más característicos de los enviados de Dios a su pueblo sufriente: no os dejaré ni os abandonaré. De ahí que sus enviados, en este caso Isaías, insistan, una y otra vez, en levantar la esperanza de este pueblo que ve tan lejanas las promesas hechas a sus padres: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, tu plasmador, Israel: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el santo de Israel, tu salvador… dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo” (Is 43,1-4).