El viejo barco

Cuerda de barco

Ana Isabel Carballo | El abuelo siempre había vivido en el mar. Un gran hombre de mar que decían muchos. Y no faltaba quien decía que era un verdadero pescador de hombres pues, si bien el gran barco que tripulaba no llevaba redes llenas de peces sino hombres y mujeres que disfrutaban de un tranquilo viaje sobre el mar, no era menos cierto que esos hombres y mujeres quedaban atrapados por su corazón bondadoso del que decían que era fácil ver a Dios junto a él, sobre todo en aquellas oscuras noches de alta mar.

Yo lo había imaginado muchas veces. Mi abuelo lo había relatado con tanta precisión cada Navidad, que para todos nosotros era ya también parte de nuestra vida. Podía imaginarme el enorme barco, su vaivén, las tumbonas sobre popa, toda aquella gente desenfadada, riendo a las conversaciones de los que momentos después se convertirían en héroes de supervivencia.

Recuerdo cómo era capaz de descubrir el olor a mar mezclado con el olor a tabaco de pipa o a cremas, jabones y perfumes de las grandes damas que paseaban el barco de un lado a otro. Con tanta exactitud lo describía el abuelo que, si cerrabas los ojos, el olor se repetía en la habitación y tu olfato reproducía a la perfección el aroma. ¿Olor brusco de tabaco o el almizcle del perfume? ¿Olor a mujer, a hombre, a mar…? Mi abuelo siempre sonreía como un pícaro al tiempo que le guiñaba un ojo a la abuela al hablar de perfumes. Nunca supe por qué lo hacía, pero la abuela siempre se perfumaba abundantemente cada vez que el abuelo llegaba de un viaje.

De nuevo volvía el arrullo del barco a mi mente. Dejaba que mi cuerpo se meciera al compás de la voz del abuelo hasta que en un momento rápido, escalofriante, mi cuerpo se hundía en ese inmenso mar salado. Y allí estaba el abuelo, lanzando salvavidas, ordenando a la gente para subir a los botes, organizando a los pobres marineros que habían naufragado tras encallar su barco. Lamentablemente hubo pérdidas humanas… Su voz seria, amarga por el momento del recuerdo, me hacía volver a la realidad. Observaba sus ojos llenos de agua de mar. Siempre pensé que si cogiera una de esas lágrimas y la probara, tendría el mismo sabor salado del mar de aquel día.

Jamás pudo olvidar aquel momento, aquella angustia que solo una gran fe podía abrir a la esperanza. Pero llegó un día en que, irónicamente, ese “jamás” llegó. Aquel día en que esa intrépida enfermedad llegó a su mente, aquel día en que todo su recuerdo desapareció como aquel barco.

Miraba ahora al abuelo con su mirada perdida mientras le contaba las mil y una historias que él había narrado, esperando, ilusamente, que al escucharlas de nuevo le hicieran volver a su realidad. Le preguntaba –como había hecho tantas veces cuando era una niña–: “¿Abuelo, qué se siente al estar en la mar?”. Mas no obtenía respuesta, solo un rostro que me miraba pensando, seguramente, “¿quién es esta chica que me está hablando? Yo no la recuerdo”.

Arreglaba su almohadón, le colocaba el babero y, mientras le daba de comer, le decía lo que tantas veces él había contestado a mi pregunta: “En el mar, abuelo, sientes cómo Dios hunde sus manos en el agua, coge tu barco y lo arrulla con un vaivén suave para tranquilizar tu miedo ante la inmensidad, para decirte que todo está en sus manos, al tiempo que sopla de su boca una suave brisa de esperanza”.

Una mañana, tras escuchar sus propias historias que incansablemente le repetía, el abuelo me miró con cariño. Sus ojos se llenaron del azul del mar, como en aquellos viejos tiempos y, acariciándome las manos, dijo: “¡Gracias!, ahora sé que no solo en el mar está Dios, sino en tus manos que me cuidan; en las mías que salvaron a aquellos hombres del naufragio (dijo mientras observaba sus manos temblorosas); y en las de todo aquel que quiera ayudar de corazón”.

Siempre tendré la duda de si el abuelo había recobrado la lucidez en ese momento. Pero ahora sé que jamás, jamás, me arrepentiré de haber escuchado atentamente su vida ni me arrepentiré un solo instante de volver a contársela una y otra vez, porque así mantuve a flote aquel viejo barco… porque así también yo sentí a Dios junto a su corazón.

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