El gran silencio
, Diácono Permanente | Hace ya unos cuantos años reflexioné en esta sección sobre el “bendito silencio” del que carecíamos en nuestra vida diaria. Afirmé en esa ocasión que una de las realidades que caracterizaba al entorno que nos ha tocado vivir, era la ausencia del silencio en nuestro entorno. Porque ya fuera en reuniones, comidas o cualquier otro tipo de relaciones humanas, levantar la voz para conversar se había convertido en algo natural. Saludar a gritos a un amigo que nos encontrábamos en la calle era lo más habitual, y no nos llamaba la atención dicho comportamiento. De hecho los extranjeros que nos visitan dicen que los españoles parece que estamos siempre enfadados, porque hablamos gritando entre nosotros, lo cual causa un gran bullicio a nuestro alrededor.
Pero esta realidad ha cambiado radicalmente desde hace unos meses. Con la aparición de la pandemia del “coronavirus19” todo es diferente. De pronto parece que ese hábito de la conversación con el timbre de voz elevada ha desaparecido de nuestras calles. Es como si un “gran silencio” se hubiera apoderado de las vías públicas de los barrios y los pueblos. El silencio ha invadido nuestras vidas.
Pasear por la calles de las ciudades se ha convertido en una nueva experiencia. El silencio se nota, se siente de una forma muy especial, un silencio que no es roto por ninguna resonancia a la que estábamos acostumbrados a percibir y no me refiero al sonido que produce el trinar de las aves urbanitas, cuyo canto hasta hace unos meses era casi imposible de percibir debido a la contaminación acústica, me estoy refiriendo a que la calle suena a silencio. Apenas circulan vehículos y las pocas personas que salimos a comprar lo imprescindible vamos enfundadas en nuestras mascarillas que ocultan parcialmente nuestros rostros, vamos a lo nuestro, procurando no acercarnos a nuestros vecinos del barrio o del pueblo con el fin de evitar el contagio. Los saludos entre quienes nos llegamos a reconocer tras esas máscaras sanitarias, se limita a un gesto de asentimiento con la cabeza o un saludo agitando la mano en el aire. Es como si el silencio nos aislara del resto del mundo, como si nos descubriera nuestra individualidad, nuestra soledad. Y este silencio llega en algunos casos a producir cierto temor.
No estamos habituados a oír el silencio. Puede que la razón sea porque desde muy niños hemos acostumbrado a nuestros oídos a tener constantemente sonidos a nuestro alrededor. En definitiva la mayoría de nosotros precisamos de ese ruido ambiental. No queremos oír el silencio. De hecho existe un estudio que afirma que la mayoría de los hogares tienen encendida la televisión o la radio con el único fin de que la casa no esté en silencio, porque ello es sinónimo de soledad.
Esta excepcional situación me ha hecho recordar la película titulada “El gran silencio” película dirigida por Philip Gröning, estrenada en España en 2006 y que narra durante más de dos horas y con total ausencia de diálogos (y mucho menos música) la vida diaria de los monjes cartujos que habitan en el monasterio de “Grande Chartreuse”. La gran diferencia entre lo que estamos viviendo nosotros y como viven los monjes cartujos su “gran silencio”, es que ellos han elegido esta forma de existencia en total silencio para poder dedicar su vida a la oración y a la contemplación. Es toda una vida marcada por el silencio. A veces me pregunto si seriamos capaces alguno de nosotros de estar en absoluto silencio, un mes o un año (por no decir toda una vida) aunque el objetivo de ese silencio fuese por una causa tan noble como la oración y la contemplación a Dios.
Pero hay un lugar donde el silencio se hace todavía más patente: las iglesias vacías. Porque otra de las consecuencias que ha originado esta pandemia ha sido el cierre de las parroquias y la suspensión de misas con pueblo fiel en los templos durante ciertas fases de confinamiento. Pero eso no significa que la Iglesia esté ni en silencio, ni silenciada. Todo lo contrario, porque no son sólo las religiosas y religiosos contemplativos entre sus muros los que desde sus oraciones piden por los enfermos o fallecidos, víctimas de esta pandemia, somos muchos los cristianos que a través de la oración personal pedimos por aquellos que están siendo duramente afectados por esta pandemia. Y son muchos también los miles de voluntarios pertenecientes a parroquias que desde Cáritas o desde otras organizaciones eclesiales están ayudando a quienes más lo necesitan. Una labor que se está haciendo desde Iglesia de forma silenciosa, es decir en silencio. Un “gran silencio” escogido de forma voluntaria, emulando de alguna manera el silencio de los monjes cartujos, que ofrecen su vida para orar por lo demás sin ningún tipo de publicidad, sin buscar recompensa alguna, sólo por el hecho de ayudar a los demás desde su silencio y entrega a Dios.
Creo que en estos momentos tan complicados que nos toca vivir, podemos aprovechar este silencio impuesto para profundizar en la búsqueda de Dios, porque Dios también está en el silencio. Descubramos al Señor igual que lo hizo el profeta Elías cuando en la cueva donde estaba buscaba a Yahvé y no lo encontró en el ruido del huracán que hendía las montañas y quebraba las roca. Tampoco lo encontró en el terremoto, ni en el fuego, a pesar del gran ruido que causaban esos fenómenos atmosféricos. Donde realmente encontró a Dios fue en el leve sonido de la suave brisa (1Re 19,9-12).
Utilicemos este “gran silencio” y dejemos que el leve sonido de Dios penetre en nuestro corazón y nos dé ánimos para poder superar esta situación tan difícil que estamos viviendo. Porque el silencio como afirma el profesor Aldazábal no es sólo la ausencia de ruido o de palabras, no es pasividad, ni indiferencia…… desde el silencio se puede escuchar a Dios, y dejar que el Señor entre en nuestro corazón.