El cuadro

Pintura

Ana Isabel Carballo Vázquez | Existió hace muchos años en una ciudad española, un hombre cuya riqueza podría servir para salvar a todo un pueblo de morir de hambre. Más él se afanaba en guardarla cuidadosamente. Este hombre tenía un hermano pequeño que tan caritativo era que su generosidad le llevó a vivir despojado de todo. La ciudad entera le quería y aún más allá a donde su humanidad llegaba. Es por esta razón que nuestro hombre estaba siempre irritado con su hermano. Los dos creían en Dios y eran muy religiosos. No había día que dejaran de cumplir con sus preceptos, pero cada uno a su manera como su forma de ser hacía entender.

Un día aquel hombre, orgulloso de su buena fe, decidió inmortalizar su entrada en el Paraíso. Así que contrató por una cuantía generosa al mejor artista de nuestro país. Le pidió que le pintara un gran cuadro en el que él compartiera el trono con Dios y su hermano apareciera al fondo del cuadro en espera de ese gran momento que algún día, según él, Dios también podría concederle.

Cuando el pintor compuso el cuadro (y como conocía la fama de este orgulloso avaro) se le ocurrió sentar a este hombre en el trono de Dios. Situó a Dios con un gesto de satisfacción a su lado y a su hermano a lo lejos, en un rinconcito del cuadro donde pasaba inadvertido.

Cuando el vanidoso usurero vio el cuadro, se sentó una tarde entera observándolo y sintiendo el mayor placer que jamás había encontrado. Así estuvo admirándolo hasta que fue vencido por el sueño. A la mañana siguiente, al abrir los ojos quedó perplejo al ver el cuadro, pues si antes se maravillaba de su belleza ahora se sobrecogía al ver que toda la pintura se había desvanecido del lienzo.

Consideró que las pinturas escogidas habían sido de la peor calidad y que por eso la imagen del cuadro había desaparecido. Mas el pintor confirmó que tanto el lienzo como los óleos empleados eran de lo mejor que existía en el mundo hasta ese momento y que había tenido sumo cuidado al realizar las mezclas, por lo que él no podía ser el culpable.

Pensando entonces que había sido su hermano el ejecutor de esa desgracia mandó llamarlo. Enfurecido, empezó a preguntarle por las razones de su envidia, a lo que el joven contestó pausadamente:
– Esto tiene que ser un milagro pues no hay nadie en este mundo que pueda ocupar el lugar de Dios.

El pintor tuvo que realizar otro cuadro y de esta vez situó a Dios en su trono y a nuestro hombre a la derecha. La escena había ganado en belleza a pesar de que su hermano continuaba al fondo casi imperceptible. El hombre deslumbrado ahora por la calidad del artista volvió a observar cada detalle del cuadro hasta caer de nuevo rendido por la fantasía. Al despertar, contempló cómo el lienzo había quedado completamente blanco y ninguna figura aparecía en él. Sin dejar de creer que su hermano pequeño tenía algo que ver en todo esto lo hizo presentarse de nuevo ante el cuadro. El joven al ver el milagro respondió:
– Ningún hombre puede decidir su lugar en el Reino de Dios. Sólo Él puede decidir quién se sienta a su derecha o a su izquierda.

Otra vez el artista ideó una nueva secuencia para su cuadro. Una escena más bella aún si cabe que las anteriores y en la que Dios aparecía entronizado y nuestro hombre en la fila de todos los Santos que alababan a Dios.

Satisfecho de la obra, el hombre la colgó en la gran sala para que fuera admirada por sus invitados. Preparó un gran banquete y cuando los invitados fueron a ver el cuadro del que tanto hablaba su dueño, se encontraron con el lienzo más blanco que habían visto en sus vidas. El joven que, entre las risas de los allí presentes, advirtió la ira en los ojos de su hermano afirmó:
– ¿Puede acaso un hombre asegurar su santidad quedándole aún tiempo de vida?

El artista que se encontraba entre los invitados comprendió en un instante las enseñanzas de Dios. Corrió hacia su estudio, escogió el lienzo más grande que poseía y allí empezó a dibujar una hermosa puerta ante la que un joven se encontraba postrado ante un Dios que lo sostenía con cariño y a nuestro hombre lo situó un poco más apartado, en miniatura, desnudo y cabizbajo al que Dios desde lo lejos le tendía una mano.

Cuando el dueño del cuadro lo vio, entendió que jamás entraría en el Reino de Dios hasta que no se desnudase de su orgullo, lujo y avaricia; que no podría acercarse a Dios si la misericordia no entraba en su corazón; y que las puertas del Cielo siempre estarían esperando a su conversión. Nuestro hombre comenzó a repartir todos sus bienes terrenos imitando a su joven hermano; jamás volvió a creer que su fe estaba asegurada y dejando su vanagloria a un lado, se convirtió junto con su hermano en el hombre más querido y apreciado en todo el mundo.

Así fue como el cuadro se convirtió en la admiración de todos los hombres que acudían a su casa, pues jamás volvió a desdibujarse el lienzo. Y todos los que ante él se hallaban sentían el abrazo de Dios en sus vidas. Aún hoy en día puede verse el cuadro colgado en el museo de la ciudad y todo aquel que se acerca a admirar la obra siente la esperanza en su corazón de que un día también ellos podrán alcanzar la santidad si acogen esa mano que Dios les tiende.

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