Aquella velada
| Un grupo de compañeros celebraban todos los años una cena para conmemorar su amistad desde aquellos, ya lejanos, años universitarios. Cada año le tocaba ser el anfitrión a uno de ellos y este tenía que proponer algo a sus amigos que identificara aquella velada como única.
Hasta aquí todo resulta normal y es algo que muchos reviven cada año en sus vidas. ¿Por qué entonces resulta tan especial esta noche? Vayamos al principio, al momento en que Rosa es elegida para organizar la fiesta de ese año. Rosa siempre había sido una mujer muy burlona y le encantaba dejar en entredicho a sus amigos. Así fue como propuso que para aquella velada todos debían venir acompañados de la persona o cosa que más amaban en su vida. ¿Sencillo, no?… Pues no resultó tan sencillo para los comensales como ellos pensaban.
El primero en aparecer en aquella cena fue Jorge. Era un hombre tranquilo y tradicional por lo que no es de extrañar que fuera aquella noche acompañado de su esposa, la mujer que más quería en su vida. Todos aprobaron su decisión hasta que, entrada la noche, fueron observando como el matrimonio llevaba tiempo tambaleándose y lo que parecía una pareja sólida solo lo era en apariencia.
A continuación llegó Lena acompañada de su perrita Cocó con un lacito rojo en la cabeza a juego con el vestido de su dueña. Lena era una mujer casada con dos hijos, su matrimonio era perfecto y los ingresos de la familia le permitían vivir con desahogo y despreocupación, quizá por esa razón había decidido que para aquella velada quien dominaba su corazón era esa adorable perrita. Rosa la conocía bien y sabía que con su propuesta podría dejar clara la frivolidad de Lena.
Pedro fue el siguiente en aparecer, con su impecable coche y su móvil de última generación pegado a la oreja, pues no había momento que se despegase de él. Su argumento fue que en ningún momento podía dejar a sus clientes y, como no podía traerlos a la cena, había decidido traer su arma de trabajo. A nadie le extrañó tampoco que Pedro prefiriera su trabajo a estar unas horas con sus amigos. Era lo que siempre había hecho.
Después apareció Silvia, con sus tres hijas. Lo intentó, pero no pudo decidirse por una de las tres. Las quería a todas por igual y ninguna era su ojito derecho, pues las tres ocupaban sus ojos y su corazón. A decir verdad, le hubiese encantado venir también con su marido y con su madre, que la pobre se había quedado sola en casa y también con su tía, ya muy mayor, y con… la lista de Silvia podía ser enorme, pues su corazón era así de grande.
María llegó con sus mejores joyas y su maquillaje, argumentando que no tenía a nadie a quien traer a la cena sino solo sus cosas, pues nadie estaba dispuesto a darle cariño y esa era su triste vida… Admitámoslo, todos tenemos un amigo al que le encanta escuchar una y otra vez que es uno de los más queridos.
Por último, apareció Roberto. Ante la cara atónita de sus compañeros, venía acompañado de un mendigo. Un mendigo al que apreciaba un montón y al que siempre ayudaba en la medida de sus posibilidades.
Ninguno de los que estaban alrededor de la mesa se atrevió a decir nada, pero la cena transcurría con cierta incomodidad. Unos temerosos de que aquel hombre les robara algo o les hiciera algo; la anfitriona molesta por no haber controlado esa situación; Roberto molesto por sentir que su ser querido no era aceptado; y Ramón, el mendigo, porque nadie había reconocido en él al hombre que un día fue su mejor amigo y que el destino lo había llevado a la desgracia. Aquel Ramón que siempre fue una gran persona con ellos pero que, cuando todo le fue mal, los demás solo se acordaron de su esposa, de su perrita, de su trabajo, de sus hijas, de sus cosas… pero ninguno de responderle con el amor que siempre les había dado.
Desde luego había sido una velada única y sorprendente. Dios no había sido invitado pero apareció bajo la piel de aquel mendigo, tampoco nadie lo había reconocido de aquella… ¿Y tú, a quién o qué llevarías a esa cena? ¿Te dejarías sorprender por Alguien?