Un encuentro inesperado
| Había sido necesario ingresar en el hospital para un tratamiento de 14 días. Yo lo acepté con toda normalidad y procuré organizarme de forma que sacara partido a aquella situación que en principio no era agradable. Y así fue. Debido al aislamiento al que me debía someter, aquellos primeros días se convirtieron para mí en un verdadero retiro espiritual en el que gocé mucho de la presencia y regalos de Dios.
Los días transcurrieron y yo estaba satisfecha. Ya se hablaba del alta, pero decidieron esperar para después del fin de semana. Es entonces cuando comienzan a aparecer décimas en el termómetro: 38º y al día siguiente otra vez 38º y el domingo 39º… ¿Qué pasaba? Yo me encontraba cada vez más incómoda, y el domingo saltaron todas las alarmas cuando me puse roja como un pimiento de pies a cabeza. Los médicos de urgencias acudieron y todo daba a entender que alguna o algunas de las medicaciones que aún seguían administrándome me estaban haciendo daño. Me daba miedo mirarme al espejo ¡Dios mío, estoy como un «ECCE HOMMO»!
Nada de esto se esperaba y empecé a estar hecha un mar de confusiones. Ante esta reacción se me impuso un aislamiento todavía más severo. En la habitación había que entrar con guantes, delantal, mascarilla… Yo me rompía la cabeza pensando ¿cómo es posible que una intoxicación medicamentosa provoque todo esto?
En algunos momentos me llegué a sentir muy humillada. Había gente que me hablaba con mucho nerviosismo y me gritaban como si mi problema fuera el estar sorda… El caso es que tomé la decisión de callarme y ofrecer al Señor toda esa situación como el Siervo de Yahvé… Me sentía rendida. Solo me quedaba reaccionar con la mayor humildad posible. Y pareció dar resultado porque alguna de las personas que me trataban cambió de actitud y de tono hasta tal punto que el trato se volvió grato.
Había entendido que esta situación me la había mandado en línea directa mi gran amigo, confidente y esposo: mi Jesús, el Señor. Entendí que ya era hora de implicarme en sus asuntos: la Redención (yo siempre he mirado la Cruz con miedo). El Señor me necesita como yo a El, me quiere «corredentora», tiene sed de almas y cuando nos ponemos a tiro nos «toma la palabra». Yo entendí que el Señor me hablaba muy en serio y que todo esto era cosa suya. Y en mi confusión le dije: “Señor, pero ahora ¿qué quieres de mi? ¿La vida? Te la doy, haz lo que quieras, total será un poco de tiempo y luego a gozar contigo”.
En mi angustia mandé un mensaje a un sacerdote que me ayuda comunicándole lo duro que me estaba resultando esta situación. Su respuesta fue muy escueta: “¡Animo! El Señor está contigo”. Yo en ese momento esperaba consuelos pero… Y cuando llegó el momento de acostarme, que procuraba hacerlo tarde pues no sabía cómo colocarme si de medio lado y en posición fetal, como niño indefenso cerré los ojos y me vino la imagen de una espalda ensangrentada, curvada, a mi lado, pegada a mí. Inmediatamente recordé: «¡Animo! El Señor está contigo». Yo dije: “gracias Señor, es verdad, estás a mi lado. Tu también enrojecido ¡Pues claro que yo quiero estar contigo! Si yo estoy así por una medicación ¿cómo no ibas a sudar sangre con las ‘perrerías’ que te hicieron? NO volveré a separarme de TI”. Sentí que este «encuentro con el Señor» nunca lo iba a olvidar. Lo había visto por la «calle de la amargura» con mucha fatiga cuando estuve en Jerusalén pero esta vez era de verdad.
Después de esta experiencia es como si El me hubiera dado un empujoncito para que pierda el miedo a la Cruz, pues he experimentado que su presencia lo suaviza todo. Sé que ahora me cuesta menos entrar en sus sentimientos, en los de su Madre, Virgen corredentora. Ahora la entiendo más. Me siento más dentro del Corazón de Jesús (COR IESU), como si cierta «empatía» se hubiera despertado entre ambos y tuviera más sentido esa frase de «conocer los secretos de su corazón» que diría el Padre Hoyos; así como de vivir lo de Sta. Margarita María de Alacoque: la Reparación, y el Amor para Gloria de Dios, como tanto insiste la espiritualidad de la Guardia de Honor a la que también pertenezco.
Al fin y al cabo, con esta experiencia, he hecho vida lo que tantas veces he orado, leído y hablado. Este es el gran regalo que el Señor me tenía preparado.