Renovar la consagración en el Espíritu que ha suscitado la Vida Consagrada (II)

Desierto

M. Prado

La parálisis de la fe

Sin el Espíritu Santo se paraliza la fe. “Cuál es la parálisis de la fe? La seguridad.

En la liturgia tenemos un término de corroboración, amén, que proviene de un concepto formal, aman, que significa que una cosa es firme, fiel, segura, cierta, que mantiene lo que promete. La fe es la certeza de que la existencia está puesta sobre la base de una confianza en una fidelidad y una firmeza que nos vienen dadas. En la Escritura se nos dice que este suelo firme el hombre sólo puede encontrarlo en Yahvé, la fidelidad en persona, que por medio de su alianza nos ha posibilitado un firme espacio vital. Creer, pues, significa decir amén a Dios, fundar la existencia únicamente en Dios. “Sólo en él puede encontrar el hombre refugio y acogida. Él es el único fundamento infalible, no sólo para la vida particular de cada uno sino también para todo el pueblo. El pasaje clásico de esta comprensión de la fe dice: `Si no os afirmáis en mí no seréis firmes´ (Is 7. 9)”[1].

Cuando a nuestra vida, a la misma vida consagrada, le falta esta fe, se aferra a la seguridad y no admite la duda, la vacilación, la precariedad, la pobreza, sino que apuesta por una vida cómoda, asegurada, reforzada desde fuera de ella misma, tiene el peligro de sucumbir o quedar paralizada y los mismos valores por los que apuesta se transforman en lazos que no la permiten la libertad de la fe.

Esta parálisis de la fe se manifiesta en dos actitudes: una silenciosa desesperanza que les hace al final abandonar o una cómoda instalación en la seguridad y no en la fe.

La parálisis afecta a aquellos que creen que ya han llegado. Es el párrafo del Evangelio en el que se nos dice que un joven se acercó a Jesús para que le dijera lo que debía hacer y cuando Jesús le indicó que debía seguir adelante, que quedaba un paso más importante que dar, que no bastaba con la seguridad de que tenía hecho todo lo que mandaba la Ley… entonces echó marcha atrás. Lo extraño es que uno que está seguro pregunte. La pregunta sólo puede darse en este caso para ratificar la posición tomada, el punto al que se ha llegado y en el que uno se encuentra magníficamente. La pregunta también puede surgir de una secreta e inconfesada duda, tal vez no basta con lo que tengo, esa duda requiere aclararse pero eso no significa que acepte la solución propuesta.

Para los que están muy seguros de sí mismo es difícil aceptar un cambio incluso a costa de saber que queda camino por recorrer. Porque ciertamente lo que están muy seguros piensan que ya han llegado. O peor los que están muy seguros en el fondo son unos inseguros incapaces de creer que pueden cambiar que pueden dejar de hacer lo que hasta ahora hacen, en lo que se han afirmado por pura inseguridad porque no se creen capaces de un cambio, de un camino nuevo, de más. La mucha seguridad puede esconder un soterrado miedo, pero ese miedo revela una ausencia de Espíritu y a su vez es un obstáculo que no le permite abandonarse en él.

En el texto de la tempestad calmada hay un paso que ilumina esta parálisis de la fe que nos puede llevar al hundimiento total. Vemos a Pedro levantar una petición al Señor… Y el Señor le llama a llevarlo a cabo. Esta caminar sobre las aguas es el icono de la vida consagrada, del hombre que sigue a su Señor, del discípulo. Pero Pedro se mira a sí mismo y al mar por el que camina en lugar de tener la mirada de fe que se posa indefectiblemente y primeramente en el Señor, que llama y acoge a su lado, y entonces se pierde el verdadero fundamento bajo los pies y la inseguridad y el miedo, porque nos sentimos solos, porque no nos fiamos de Él, nos hace caer. “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. El reproche va dirigido a todo aquél que no confía.

La seguridad en la vida consagrada es el modo de ir olvidando al Señor, dejar de creer en la fuerza del Espíritu, proveerse de víveres porque no se confía plenamente en el Dios que da su pan a todos y que está con nosotros todos los días de nuestra vida. Escoger la seguridad en lugar de la fe es reconocer que nos sentimos solos y que nadie mira por nuestra vida. Es un modo de confesar que Dios no está en la vida.

Anterior

Pablo VI: un nuevo Beato para la Iglesia

Siguiente

El Seminario