Pastor de Israel (II)
, Misionero comboniano
¡La fuerza del brazo del Señor! He ahí uno de los memoriales de fe que los israelitas proclaman repetidamente en sus liturgias. No es una expresión estereotipada, fórmula ritual o letanía de devocionario, sino que es, por encima de todo, el grito de júbilo de todo un pueblo, que ha visto con sus propios ojos al Dios de los cielos inclinarse ante su dolor y humillaciones para recogerlos en su seno, librándolos así de la saña de sus enemigos.
Lo importante, lo verdaderamente asombroso, es que la historia del “hacer de Dios” a favor de Israel no culmina en el pueblo. De hecho Israel ha sido escogido para ser principio, y también punto de referencia, de la solicitud amorosa de Dios hacia la humanidad entera, que fue sometida bajo el yugo del príncipe de la mentira (Gé 3,1-7).
No, no es suficiente para nadie que Dios, como quien tiene un capricho, se haya fijado en un solo pueblo y haya dado sentido a su historia, a su identidad y a su existencia. No, no se detuvo Dios a admirar su obra prodigiosa con unas cuantas tribus de Mesopotamia. La verdad que proclama la Escritura es que Dios miró a este pueblo y nos miró a todos; Dios, que trasciende el tiempo y el espacio, envolvió a la humanidad entera con su amor. No se contentó en desplegar la fuerza de su brazo para liberar a Israel, sino que su amor explotó, por así decirlo, cuando decidió encarnarse, hacerse hombre. Jesús de Nazaret, a quien Zacarías llamó proféticamente “fuerza de la salvación de Dios”, es el signo visible y eficaz del amor inmensurable de Dios al hombre. Leamos el pasaje concreto que nos legó Zacarías: “Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha suscitado una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo” (Lc 1,68-69).
En Jesús, Dios despliega toda su fuerza al servicio de sus hijos. No es una fuerza para dominar como hacen los grandes de este mundo (Mc 10,42), sino para sobrellevarnos, cargar con nuestros pecados y debilidades, con el fin de presentarnos ante el Padre limpios de culpa: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1,3-4).
El mismo Pablo nos dice cómo se realizó esta purificación del hombre de toda culpa y pecado. No por medio de una acción mágica, sino porque el Hijo de Dios, el Fuerte por excelencia, se apropió de nuestra debilidad con sus consiguientes escorias. “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien Dios levantó como instrumento de propiciación por su propia sangre” (Rm 3,23-25a).
¡La fuerza del brazo del Señor!, grita jubiloso Israel al verse libre de sus enemigos los egipcios que, saliendo en su persecución, les habían dado alcance a las orillas del mar. Ya hemos hablado anteriormente de cómo Dios salvó a este pueblo abriendo un camino sobre las aguas; ahora lo que nos interesa es la proclamación de fe que hace el pueblo santo. ¡La fuerza del brazo del Señor nos ha salvado!, gritan una y otra vez estos hombres contra quienes no ha podido la fuerza de las aguas. Preciosa, sin duda, esta experiencia de salvación; sin embargo, a Dios le pareció insuficiente. Quiso que todo hombre pudiese elevarse triunfante hacia lo alto y, para ello, descendió, se hizo Emmanuel.
Se hizo Emmanuel, solo que esta vez no sepultó a los egipcios ni a ningún pueblo bajo las aguas. Sepultó al verdadero y único enemigo que tenemos: al mentiroso por excelencia (Jn 8,44); sometió al que engaña, miente y seduce al hombre con sus quimeras, dejándole después vendido a su suerte. Sepultó a Satanás de la única forma posible: llevando en su cuerpo y en su alma todo su veneno, al tiempo que se dejaba arrastrar por él hasta el sepulcro. Ahí fue donde actuó en todo su esplendor la fuerza de Dios: resucitó a su Hijo, quien está con nosotros, y no sólo eso, sino que su Evangelio, puesto a nuestra disposición, es “su fuerza de salvación” (Rm 1,16). Repito para dar el énfasis que se merece: tenemos una fuerza de salvación a nuestra disposición, tenemos a nuestro alcance, cada día, el Evangelio.
A lo largo de su caminar por el desierto, Israel tiene momentos en que da rienda suelta a todo el veneno que Satanás sabe inyectar en el hombre. Veneno que se traduce en rebeliones, murmuraciones, llegando incluso a cambiar a Dios por un becerro de oro a quien consideran más fiable y seguro. Aun así, Dios, como madre que comprende y carga con la debilidad y hasta la ingratitud de sus hijos, no deja de guiarles e incluso llevarles en su seno hasta culminar su obra de liberación.
El texto del que hoy partimos proclama este matiz maternal de Yahveh. Los israelitas, que habían hecho ostensible su enfado y malestar contra Moisés, fruto sin duda de su miedo al verse perseguidos por los egipcios (Éx 14,11), reconocen ahora, entre avergonzados y agradecidos, que han sido conducidos amorosamente por su Dios.
Llevados, protegidos, acompañados por Dios hasta la morada que les ha preparado de antemano: he ahí lo que figura en el pasaje que estamos comentando. Teniendo en cuenta que, como dicen los santos Padres de la Iglesia, el Antiguo Testamento es todo él una macroprofecía acerca de la vida y misión del Mesías, ¿cómo no ver en este canto jubiloso de Israel al Buen Pastor en cuyo regazo somos llevados hacia los brazos amorosos de nuestro Padre?
También nosotros, todos y cada uno de nosotros, tenemos una morada, un lugar ya preparado por obra y gracia del mismo Hijo de Dios. Así nos lo hizo saber en la persona de aquellos –que a todos nos representan- que compartieron con Él la última cena. “No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,1-3).
Esta obra de Jesús con nosotros no es un simple gesto altruista como el que regala un bien suyo a una entidad caritativa sin más. Por supuesto que hacer esto es un bellísimo acto de misericordia que Jesús alaba y bendice: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis…” (Mt 25,34-35).
Lo novedoso, lo realmente sorprendente, lo que podemos llamar con toda autoridad: “Amor en estado puro”, es que Jesús no se limita a prepararnos un lugar -como hemos leído anteriormente- una morada en la Casa del Padre, sino que manifiesta la razón y el porqué de esta promesa que es también don: “para que donde esté yo estéis también vosotros”.
Por supuesto que este amor es incomprensible. Sin embargo, si hablando en términos humanos, decimos que el amor no atiende a razones, ¿vamos a buscarlas en el Amor? Así es Dios. Somos lo que somos, y no nos asustamos más de nosotros mismos porque no nos atrevemos a mirar en el fondo de nuestros armarios interiores.
El Hijo de Dios sí se atrevió: nos vio, se nos acercó y nos purificó por dentro y por fuera. Aun así, su amor no quedó del todo satisfecho y colmado. Queriendo llevarlo a su plenitud, nos hace saber a cada uno en persona: “te he preparado un lugar junto a mí, junto a mi Padre, que también lo es tuyo”. Atónitos y asombrados, sin comprender ni el cómo ni el porqué de tanto amor, nos atrevemos a preguntar: ¿cómo vamos a ir a la morada que nos has preparado, quién nos va a conducir?
Jesús no nos deja con la pregunta en la boca, basta entrar en el Evangelio para escuchar la respuesta: Yo mismo os llevaré y os guiaré. Id por el mundo entero anunciando este amor increíble y desconocido. Id con mi Evangelio, en él se refleja el rostro radiante y amoroso del Padre. No temáis, yo estoy con vosotros fortaleciéndoos en cada paso que deis en el cumplimiento de esta vuestra misión. “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20).