No tengas miedo
-¡A él, al ladrón, cogedle! –gritaba aquel hombre con furia.
Aquellas palabras llenas de ira redoblaban en las paredes de aquellas callejuelas por las que me iba escabullendo para evitar el castigo. Sí, era un ladrón, es verdad, pero la vida me había llevado a ello, o bueno, para ser sincero, me había acostumbrado a la comodidad que me daba hurtar a aquella pobre gente sin tener que esforzarme a trabajar. En realidad todos esos judíos a los que quitaba sus bienes no tenían más pobreza que su inocencia y superioridad. Desde que había entrado en aquel país extranjero no encontraba el modo de ganarme la vida. Nadie me ofrecía sus tierras para trabajar a cambio de un bocado y, en realidad, el primer robo había resultado sencillo. ¿Por qué no seguir, entonces, engañando para buscar mi sustento? A ellos les quedaba lo suficiente para alimentar a toda su familia y yo no causaba ningún dolor físico a ninguno, ¿qué mal hacía, entonces?
Pero volvamos al instante de mi huída. A cada calle que giraba aumentaba el número de hombres que me perseguían. La mayoría de ellos no tenían ni idea del porqué de esa persecución y, sin embargo, su odio les hacía correr más rápido de lo que mis pies descalzos empezaban a soportar. Es curioso como el ser humano, embravecido por una gran masa, es capaz de sacar de su fuero interno el látigo más atroz de la venganza. Ese poder que lo eleva y hace gigante se ve fortalecido si aquel a quien persiguen pertenece a otro lugar, a otra cultura y, por supuesto, a otra religión. Yo era sirio, politeísta y, para ellos, su Dios jamás se fijaría en mí.
Mis fuerzas empezaban a flaquear. Desde el día anterior aún no había llevado alimento a mi boca. Encontré una puerta abierta y allí me adentré para recuperar el aire mientras pensaba en buscar un lugar seguro a donde huir. Miré a mí alrededor. Solo una niña asustada observaba, desde el rincón donde se había apertrechado, mis indecisos movimientos. Le sonreí para no aumentar su miedo mientras con el dedo le animaba a guardar silencio.
De pronto escuché sus voces con gran claridad. ¡Me habían encontrado! Mi refugio había dejado de tener su valor de seguro y a mí me atormentaba su violencia.
–¡El templo de Jerusalén! –pensé en voz alta.
Mi ángel, pues aquella preciosa niña se había convertido entonces en mi salvadora, sonrió dejando ver unos divertidos hoyuelos en su rostro. Señaló al otro lado de la habitación y por la ventana pude observar a lo lejos el magnífico edificio del que tanto había escuchado hablar. Me dirigí rápido hacia allí para saltar, pero antes me fijé en ella que seguía acurrucada en la esquina y le ofrecí un fruto que aún llevaba encima.
-¡No tengas miedo; yo no tengo miedo! –afirmó con su vocecilla.
Me alejé de allí sin mirar atrás hasta llegar al templo. Cuando pisé aquel atrio me sentí seguro, allí ya no me podrían hacer nada, era su lugar sagrado. Aquel gran patio estaba lleno de cambistas y vendedores entre los que me podría confundir fácilmente. Me dirigí a uno de ellos para comprar mi ofrenda. Un pagano como yo no podría adentrarse más en aquel templo, pero imitar a los demás paganos que allí se encontraban me aseguraba pasar desapercibido. Después de cambiar mis monedas por la que admitían en el templo, cogí mis palomas para el sacrificio.
En aquel momento, se produjo un gran revuelo en el atrio. Los vendedores empezaron a recoger a los animales mientras un hombre tiraba por tierra las mesas y el dinero de los cambistas. El látigo de seis cuerdas que sostenía en su mano dejaba ver su poder, pero también su corazón dolorido ante el mal que de aquel templo se adueñaba.
-Mi casa es casa de oración para todos los pueblos y no una cueva de ladrones –gritó con templanza.
En ese instante me dirigió su mirada. Estoy seguro, me miró a mí. Sentí enrojecer mi rostro y aparté mi vista de la suya. El miedo que sentía por aquellos hombres que me perseguían, se había convertido en la vergüenza de mis actos ante aquel rostro. Yo, que era un ladrón, me había ido a refugiar a aquel templo como si de una cueva para esconder mi ruindad se tratara. Levanté la cabeza con la esperanza de encontrarme de nuevo con sus ojos. Allí estaban, me buscaban, pero ahora pude percibir su alma serena. Su casa era templo de oración para todos los pueblos, para el mío también. Me sonrió con la misma dulzura de aquella niña. “¡No tengas miedo!”, recordé oírle decir. Ahora era él quien me llamaba a descubrir, sin miedo, el refugio seguro en su interior.
Su misericordia me invitaba a orar a ese Templo Vivo que ahora tenía ante mis ojos. El Dios de los judíos, el Dios de todos los hombres, se había fijado en mí. Y desde aquel día dejé de ser ese ladrón malcriado para no dejar de ofrecer solo a Él mi plegaria.