La ternura de Dios

Custodia

¡Hola amigos de Agua Viva!

Ayer al salir de adorar al Señor, alguien me propuso que diera mi testimonio sobre lo que a mí me aportaba la Adoración al Santísimo Sacramento, qué beneficios me producía. A mí me pareció fácil, en ese momento estaba llena de Él, y sin pensarlo dije .

Es obvio que no soy escritora, sí colaboradora del Centro de Espiritualidad, donde tengo también una familia unida por el Corazón de Jesús. Mi mamá me inculcó esta devoción. Ella llevaba siempre una pequeña imagen. Cuando viajaba, no salía nunca sin su Corazón de Jesús. En casa había un cuadro grande y, posteriormente, una imagen. Yo era más pasionista, ahora tanto monta.

Me gusta de vez en cuando acercarme al Centro y adorar al Señor. Me cuesta salir de mi casa. Miro por la ventana y pienso: ¡qué color de frío tiene el día!, pero venzo esa pereza y salgo de casa con el Rosario en la mano y, desgranando Ave Marías, me voy preparando para pasar un rato con el Señor. El primer paso está dado. Cuando entro en la Capilla, ahí está. Ya me sonríe, le saludo y adoro como Él se merece. Entonces, me siento a contarle mis cosas. Ya sé que Él las sabe, pero a mí me gusta contárselas, darle las gracias sobre todo por amarme. Yo no le merezco, pero se resiste a cortarme como a la higuera que no da fruto, y espera de mí que algún día sea lo primero en mi vida. Se conforma con ese rato que estoy junto a Él, y me llena de su amor y misericordia. Yo le miro fijamente en esa custodia, y siento cómo me va llenando con su amor, cómo me va calando hasta lo más profundo de mí y, siento tanta paz, tanta ternura, que imagino la que sentía el Apóstol Juan cuando ponía la cabeza en su hombro. La ternura de Dios me invade hasta tal punto que ni me doy cuenta de que unas lágrimas corren por mi mejilla.

Al recordar a Juan hago un recorrido por la vida de Jesús y me fijo en el de María. Así empezó todo. Imagino a María educando a Jesús, como humano que era, como cualquier madre. Seguramente le diría que tuviera cuidado cuando jugara con sus amiguitos, allí en Nazaret, y le juntaría las manos para rezar. ¡Qué disgusto se llevaría cuando estuvo perdido tres días! ¿Os imagináis si alguno de nuestros hijos a día de hoy estuviera perdido tres días? Y le pido por las madres que tienen a los hijos perdidos, porque no aparecen ni vivos ni muertos, pero también por los que están perdidos por la droga, están parados, o simplemente por los que no encuentran el camino porque no tienen Fe. Si con el Señor no es fácil, sin Él es imposible salir de cualquier bache con paz.

Orando

Yo, hace unos años, pasé por una terrible enfermedad en mi familia, pero lo recuerdo con gozo, porque cada día sentía la mano llagada del Señor que me sostenía y me dibujaba una sonrisa en la boca para tranquilizar a los que sufrían conmigo. Y salimos de ello con la fuerza y alegría de haberlo superado. A veces el Señor nos quiere poner a prueba, pero nunca nos da algo que no podamos superar. Si confiamos, por duro que nos parezca, salimos y, salimos fortalecidos. Todo dura el tiempo necesario. Cuando somos madres hablamos de pasar la cuarentena y entonces la madre está re­cuperada y, el bebé rollizo. Ha transcurrido el tiempo que tenía que pasar. Los cuarenta días y las cuarenta noches del diluvio fue el tiempo necesario para que se calmaran las aguas.

Cuando pienso en el Bautizo de Jesús me fijo en la humildad de Juan el Bautista: “Soy yo el que necesita que Tú me bautices, ¿y Tú acudes a mí?”. No soy digno ni de atarte las sandalias. Así empezó su vida pública, con sus milagros que sanaban a la gente de sus enfermedades, aunque Jesús lo que realmente sanaba era la enfermedad de su alma. Por su Fe, Jesús curó la ceguera al ciego y, en mi caso, cuando me encuentro con el Señor siento que ¡cuántas veces se nos abren los ojos y vemos pequeñas cosas que antes nos pasaban desapercibidas!

Con él todo es más limpio. Estar con Él te da fuerza y te cuesta salir de ese Sagrario que compartes con Él. Pero hay que salir a continuar con nuestras obligaciones, a cumplir lo mejor posible con la tarea que nos ha encomendado a cada uno, e intentar empapar a los demás de lo que yo recibo en presencia del Señor.

Y me despido de mi Señor con unos pocos versos que aprendí de niña y aún sigo recitándolos mirándole en la Cruz:

«Delante de la cruz, los ojos míos
quédenseme, Señor, así mirando
y sin ellos quererlo estén llorando
porque pecaron mucho y están fríos.
Y estos labios que dicen mis desvíos,
quédenseme, Señor, así cantando,
y sin ellos querer estén rezando
porque pecaron mucho y son impíos.
Y así con la mirada en vos prendida
y así con la palabra prisionera,
como a la carne a vuestra cruz asida
quédeseme, Señor, el alma entera
así clavada en vuestra cruz mi vida,
Señor, así cuando queráis me muera».

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