Mi «Jesús ausente»

La Ascensión de Ambrosius Benson
La Ascensión, Ambrosius Benson, c.a. 1520. Catedral de Burgos.

Guillermo Camino Beazcua, Presbítero y Profesor de Historia del Arte

«Véante mis ojos,
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.»

«Vea quien quisiere
rosas y jazmines,
que si yo te viere,
veré mil jardines:
flor de serafines,
Jesús Nazareno,
véante mis ojos,
muérame yo luego.»

«No quiero contento
mi Jesús ausente,
que todo es tormento
a quien esto siente;
sólo me sustente
tu amor y deseo,
véante mis ojos,
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.»

En el inicio de este curso pastoral os ofrecía como clave de continuidad en los artículos de este periodo, la propuesta de leer juntos algunas de las tablas más significativas de la Catedral de Burgos, con ocasión de su VIII Centerario: 800 años de humanidad, siendo testigo de una historia que lleva inscrito el reflejo compasivo de su nombre.

Así pudimos rememorar cómo el obispo don Mauricio bendijo la primera piedra un 22 de julio de 1221. 800 años después su actual sucesor, Don Mario Miceta, definió este templo como «un imponente edifico de fe, esperanza y caridad».

Aquella construcción, surgida de los parámetros del gótico inicial francés, se ha convertido en un referente «cultural, económico, social y de promoción de primer orden». Dentro del programa de actividades culturales, pastorales, caritativas de este evento destaca con “luz propia” la nueva edición de las Edades del Hombre, “Lux” que en la sede burgalesa nos propone una lectura eclesiológica del significado de la Catedral en la vida de la Diocesana. Toda Catedral como iglesia madre de una Diócesis es un signo de la presencia de Dios que camina junto a su pueblo: «el Señor ha hecho una casa para nosotros, la morada del amor y la misericordia», decía Don Mario Iceta. En su mensaje para este VIII Centenario, glosaba la expresión paulina en Corintios (1a Cor 3, 16): Sois templo de Dios. El lema de este Año Jubilar, es un eco que hoy resuena, a corazón abierto, en cada una de las paredes de nuestra catedral: una morada inundada de belleza para el alma, de quietud para el espíritu y de bálsamo para las heridas. Dios, a golpe de latido, quiere hacer de la humanidad su morada, situando su santuario en medio de nosotros por los siglos (Ez 37,27; cf. 43,7), como piedras vivas para un sacerdocio santo (1 Pe 2,5), haciéndonos templo suyo para que el Espíritu Santo nos habite por dentro (1 Cor 3,16).

Como casa habitada, la Catedral nos recuerda una nota propia de la antropología cristiana como imagen de nuestra realidad habitada por Dios: «Esta es la Casa de todos, donde cada uno tiene un puesto en esta mesa abundante del Señor y su misericordia» y a su imagen somos moradores y morada: «Muchas veces nos da miedo asomarnos a nuestra vida interior y la descuidamos anestesiándonos y huyendo hacia delante». Y así la razón de ser de un «imponente edificio de fe, esperanza y caridad» que es ser «lugar de acogida y donde nos sentimos hermanos», pues Dios ha querido que «nos cuidemos los unos a los otros».

Desde su corazón de carne, aunque su rostro esté revestido de piedra, han brotado raudales de cultura, de fe, de caridad, de misericordia y de humanidad durante 800 años.

Con una mirada nueva

En esta ocasión os propongo acercarnos a una de las tablas más interesantes que en mi opinión custodia la Catedral de Burgos, se trata de la Ascensión, de Ambrosius Benson.

Transfiguración de Gerard David

Entre las obras de este autor flamenco sólo conocemos esta producción sobre el tema iconográfico de la Ascensión. Su originalidad se incrementa si consideramos que tampoco Gerard David, en quien con frecuencia se inspira Benson para componer sus obras, tampoco realizó ninguna obra con este tema. Si bien la imagen de Cristo sí parece referir la impronta de la figura de Cristo en la Transfiguración de Gerard David, en la iglesia de Nôtre Dame de Brujas, considerada como su última obra documentada y en la que pudo colaborar el propio Benson, quien se iniciaba por entonces en la carrera artística en el taller de este maestro flamenco.

La forma del perímetro de la tabla tiene perfil lobulado en la parte superior, formato característico de las tablas centrales de los trípticos. En los bordes laterales, quedan las huellas de las charnelas que sujetaron las tablas laterales que acompañarían a esta tabla central, que es la única que conserva la Catedral de Burgos. Bien podríamos suponer que las puertas llevasen los posibles temas tradicionales de esta composición: La Resurrección, el Camino del Calvario (o Pentecostés si tuviese el tríptico un sentido más vinculado al tiempo litúrgico pascual).

Si comparamos el esquema compositivo de esta obra con otras del mismo autor nos sorprende ver el modo como compone la misma. Con frecuencia Benson suele reducir la escala de las figuras humanas para insertarlas en un paisaje amplio, sin embargo en esta ocasión, las figuras se agrupan en primer plano, quedando tan sólo en el margen superior la referencia a que la escena se desarrolla en un espacio abierto con originales colinas azuladas. La nube cobra tal protagonismo que apenas deja espacio para la representación del cielo, elemento destacado en este tema iconográfico para expresar el destino de Jesús.

Destino de Jesús

La representación de la nube muestra una síntesis original entre los modelos tradicionales y los contemporáneos al artista. La nube conserva la figuración de la mandorla medieval símbolo de la gloria de Cristo. Los perfiles de la mandorla asemejan la tonalidad de las llamaradas de fuego combinando los carmines, amarillos y butano, el perfil de la mandorla queda bien figurado siguiendo el modelo tradicional de huso. Sin embargo, la expansión de la nube a las partes más externas recupera la forma de nube, con tonos grisáceos en masas que se difuminan al modo convencional de las nubes. La combinación de ambas formas sugiere el esplendor y la gloria en quietud, a la vez que las formas diluidas de las nubes externas sugiere el movimiento propio de la ascensión y elevación a los cielos. El recurso utilizado en la representación de la nube nos remite al que Gerard David emplea también en la Transfiguración del Señor, a la que nos referíamos en el inicio.

Comunidad apostólica

La comunidad apostólica acompañados por la Virgen María se disponen siguiendo la curva que genera la forma de la nube, unificando así la composición. Aunque los apóstoles quedan representados de modo personal, ya que no aparecen sus atributos, sí podemos intuir la personalidad de los tres situados en la parte inferior del grupo que además de situarse en primer plano, aparecen con una gestualidad destacada respecto al resto.

En el centro, identificamos a Pedro, representado con barba blanca, destacando su relevancia como anciano. Simbólicamente aparece vestido de la tonalidad verde característica de Benson, y con manto de tonalidad blanca. Su gesto es significativo, se lleva la mano a la cara como para paliar el reflejo de la luz cegadora, como reconocimiento de la divinidad de Jesús, propio de su primado en la confesión mesiánica, frente al resto que parecen asimilar el hecho con menor discernimiento de la relevancia del hecho.

Juan y María

A su derecha el apóstol de rostro joven que acompaña a María, podemos identificarlo como el Discípulo amigo del Señor, a quien asignamos el apostolado de Juan. Vestido con el tono rojo característico en la representación de este apóstol, eleva sus manos suplicantes como también hace María, en signo de la comunión entre ambos.

El apóstol situado a la izquierda de Pedro, podríamos identificarlo con Santiago el Mayor, para dar coherencia a la triada Pedro, Santiago y Juan, presentes en Tabor, y para el artista por tanto, deudores del préstamo compositivo que toma de Gerard David en su Transfiguración. Otro rasgo que personaliza el interés por destacar a este apóstol es el uso del color vinoso en el vestido y manto, empleando tonos rojos y azules, al modo característico de Benson.

El artista representa el Colegio apostólico integrado por Doce apóstoles, no Once, como refiere la lógica del momento anterior a la elección de Matías.

La Virgen María es representada de modo sereno, en actitud orante, alzando los ojos hacia Jesús. Los tonos de sus vestiduras amplían el sentimiento de serena tristeza (vestido de tonalidad ocre) y el velo blanco, signo de alegría pascual.

Una imagen para orar

“Mi Jesús ausente” es la expresión teresiana con la que iniciamos esta última reflexión. Véante mis ojos es una coplilla popular amorosa que hoy conocemos como “vuelta a lo divino”. Se le atribuye a Teresa de Jesús la autoría, aunque no es suya. Es conocido el episodio de su vida en el que Teresa ora con esta copla.

En el convento de Salamanca, había entrado una novicia, Isabel de Jesús quien poseía muy buena voz y dotes para la música. Una tarde de Pascua de Resurrección de 1571, Teresa de Jesús se encontraba sumida en un estado espiritual de gran soledad. Estando en la recreación, Isabel de Jesús, empezó a cantar estas coplas y Teresa entró en éxtasis. Aquellos versos encendieron su ánimo y su mirada. Orar para encontrar.

Orar no es fácil, así reza una de las últimas publicaciones de temática religiosa, y sin embargo orar es sencillo, es connatural, es inmediato a quien tiene verdadera intención. La dificultad puede estar en la mirada: ¿a quién buscamos, qué vemos de nosotros mismos, cómo nos ve el Señor?

En la pasada solemnidad de la Ascensión, el Papa Francisco enviaba este twit: “La Ascensión del Señor al cielo inaugura una nueva forma de presencia de Jesús en medio de nosotros, y nos invita a que tengamos ojos y corazón para encontrarlo, servirlo y testimoniarlo a los demás”.

La Ascensión inaugura la mirada de fe, como en la oración. Jesús, “mientras miraban, se levantó y una nube lo ocultó de sus ojos” (Hch. 1, 8-9). La consecuencia aparentemente lógica de este acontecimiento es que Jesús dejó de estar visible en las categorías ordinarias de nuestra cotidianeidad. Jesús se separó de la tierra y desapareció, aparentemente diríamos: se escondió a nuestra mirada. Desde entonces, como a los de Emaús nuestros ojos arderán en el deseo de volver a verlo. Así acontecerá, pero no aún, será en su “parusía”.

Mientras, caminamos en la felicidad de creer, sin haberlo visto y sin embargo anhelamos sabiendo que el Señor es invisible, mas, no es ausente.

Como escribe el apóstol Pablo: “Subiendo a la altura, llevó cautivos” (Ef. 4,8). Estar junto al Padre disponiéndonos un lugar es su misión. Comenta el Papa Benedicto XVI que: por esto los discípulos cuando vieron al Maestro levitar de la tierra y elevarse hacia lo alto, no sintieron una sensación de malestar, sino una gran alegría y se sintieron empujados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cfr. Mc. 16,20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma para que la comunidad cristiana, en su conjunto, reflejase la armoniosa riqueza de los Cielos.

La Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a las alturas de Dios; así cada vez que rezamos, la tierra se une con el Cielo. Y como el incienso cuando se quema hace subir hacia lo alto su humo suave y perfumado, así cuando elevamos al Señor nuestra fervorosa oración llena de confianza a Cristo, esta atraviesa los cielos y alcanza el Trono de Dios, y es por Él escuchada y satisfecha.

En Subida del Monte Carmelo, nos guía San Juan de la Cruz, sugiriendo que para “ver realizados los deseos de nuestro corazón no hay nada mejor que poner la fuerza de nuestra oración en lo que más le gusta a Dios. Entonces Él no nos dará solamente lo que le pedimos, o sea la salvación, sino también lo que Él ve que sea conveniente y bueno para nosotros, aún si no se lo pedimos”.

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