Himno a la gloria de Dios (II)

Alabanza

Antonio Pavía, Misionero comboniano

¡La gloria de Dios!… Sin embargo, ¡qué debilidad la de Israel y la de todos cuando somos tentados, cuando el rostro de Dios se nos oculta -o así lo pensamos- ante la adversidad que nos envuelve! Entonces somos movidos a cambiar la gloria de Dios, de la que estamos llamados a participar, por aquella que nace de nuestras propias manos. Recordemos que Israel cambió la gloria de Dios por la de un becerro en el desierto: “En Horeb se fabricaron un becerro, se postraron ante un metal fundido, y cambiaron su gloria por la imagen de un buey que come hierba” (Sl 106,19-21).

Toda la gloria del mundo te daré si postrándote me adoras, dice el Tentador a Jesús, haciendo así evidente la elección que todo hombre ha de hacer entre dos glorias: la que permanece para siempre o la que muere. Recogemos este momento cumbre entre el Tentador y el Señor Jesús: “Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto te daré si postrándote de adoras. Le dice entonces Jesús: Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto” (Mt 4,8-10).

Veíamos en el texto anterior a Israel dando rienda suelta a su alegría ante el Dios de su salvación, por haberle librado del ejército de Egipto. Pudimos constatar que sus primeras voces se elevaron a lo alto ensalzando la gloria de Dios. A lo largo de ésta y las próximas catequesis nos uniremos al pueblo santo en su canto de alabanza, deteniéndonos en los matices catequéticos que nos parezcan más oportunos.

Hoy nos parece importante considerar un cariz de este himno que creemos altamente significativo: mi canción es Yahvé. Digo que me parece muy significativo porque expresa una riqueza de alma muy especial. Vemos a todo un pueblo gritar, vitorear y cantar a Dios, movidos por un imparable desbordamiento de acción de gracias; alborozados, le vitorean: ¡Tú eres nuestra canción! Le están haciendo saber que no solamente cantan para Él, sino que Él mismo engendra la canción en sus almas. Expresado de otra forma, nos parece oír esta especie de oración: ¡Tú eres Música, por eso podemos cantar para ti!

Tú eres mi música, mi canción, canta Israel a Dios al salir ileso del mar Rojo. Esta percepción se mantendrá viva en Israel de generación en generación. Todo el pueblo, de padres a hijos, viven en su seno estos momentos cumbres de su historia en los que sintieron que el calor de Dios acariciaba sus desdichas.

Este sello tan especial de Israel cobra mayor relevancia cada vez que Dios acude en su socorro. Los profetas se encargarán de recordar esta proximidad amorosa de Dios, aun cuando la realidad histórica que pueda estar viviendo en ese momento les sea desfavorable. Recordemos, por ejemplo, a Isaías levantando el ánimo de los desterrados en Babilonia: “Dirás aquel día: Yo te alabo, Yahvé, pues aunque te airaste contra mí, se ha calmado tu ira y me has compadecido. He aquí a Dios mi salvador: estoy seguro y sin miedo, pues Yahvé es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación” (Is 12,1-2).

Así es como el profeta da inicio a esta bellísima profecía que canta la ya próxima liberación del destierro de su pueblo. No, no es fácil para los israelitas creer en esta promesa. Es tan aplastante la realidad que pesa sobre ellos, que se ven movidos a creer que las palabras de Isaías son suyas, solamente suyas y no de Dios. El profeta no se rinde ante la desidia de Israel. Con paciencia les va recordando que tiempos atrás Israel cantó a Dios, le dio gracias con toda su alma y corazón porque sus ojos fueron testigos de un hacer de Dios en su favor que parecía más que imposible. Isaías se lo recuerda y les anuncia: Una vez disteis gracias a Yahvé y se las volveréis a dar nuevamente: “Sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación. Y diréis aquel día: Dad gracias a Yahvé, aclamad su nombre, divulgad entre los pueblos sus hazañas, pregonad que es sublime su nombre. Cantad a Dios, porque ha hecho algo sublime, que es digno de saberse en toda la tierra…” (Is 12,3-5).

Así camina Israel, de acontecimiento en acontecimiento, de cántico en cántico. Sus acciones de gracias surgen empujadas por las continuas intervenciones de Dios en su favor. Todos estos himnos tienen un denominador común que los distingue: ¡Tú, el Dios de Israel, tú eres nuestra canción y nuestra bendición! Nuestra alabanza nace de ti mismo porque despliegas tu amor sobre nosotros. Tú eres nuestra Música, nuestra Inspiración, nuestra Fiesta.

Así discurre la historia del pueblo santo de Dios. Son sus acontecimientos salvíficos los que forjan sus liturgias de alabanza. A lo largo de todas ellas descubrimos una novedad en el entretejido de sus aclamaciones festivas. Alguien eleva hacia lo alto una aclamación victoriosa, una acción de gracias sorprendente. La novedad estriba en que ese “alguien” no habla en nombre del pueblo, como hemos visto hasta ahora, sino a título personal; es alguien que ha sido empujado hacia el abismo y liberado por Yahvé: “Se me empujó, se me empujó para abatirme, pero Yahvé vino en mi ayuda; mi fuerza y mi cántico es Yahvé, él ha sido para mí la salvación” (Sl 118,13-14).

A lo largo de todo este salmo encontramos unos datos que reconocemos inmediatamente como profecías de Jesús. “La piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular” (Sl 118, 22). La reconocemos como perteneciente a Jesús, ya que Él mismo se las aplicó textualmente (Mt 22,42). Seguimos al salmista y no salimos de nuestro asombro al oír su anuncio: “Esta ha sido la obra de Yahvé, una maravilla a nuestros ojos” (Sl 118,23).

¿Qué profecía extraordinaria está anunciando el salmista para titularla enfáticamente como “la obra de Yahvé por encima de todas las demás”? Los padres de la Iglesia lo tienen muy claro, está profetizando la resurrección del Mesías, el Hijo de Dios. Esta es la Maravilla de todas las maravillas. Es tal la conmoción que suscita en toda la humanidad que da lugar al canto de alabanza por excelencia. El Apocalipsis le llama “el cántico nuevo, la novedad absoluta”. “Y oí un ruido que venía del cielo, como el ruido de grandes aguas o el fragor de un gran trueno; y el ruido que oía era como de citaristas que tocaran sus cítaras. Cantan un cántico nuevo delante del trono y delante de los cuatro Vivientes y de los Ancianos” (Ap 14,2-3).

Israel continúa con su cántico de alabanza a Dios, a su fuerza y su poder. No es solamente guía y protector suyo, sino también el gran estratega, el fuerte en el combate, su jefe. Es tan extraordinaria esta hazaña épica que en sus vítores le llaman el guerrero, el que propicia su victoria contra sus enemigos, en este caso los egipcios. Quizá hoy día nos parezca un poco extraño este título que Israel da a su Dios, mas hemos de ubicarnos en las circunstancias de la época y la forma de ser de los pueblos de entonces. En aquel tiempo no había más fuerza y esplendor que el que proporcionaban las armas.

En este sentido Israel es un pueblo que vive y sufre la condición guerrera con la misma intensidad que los demás pueblos de la tierra. Los avatares de su historia son idénticos a los de todos los demás en lo que respecta a invasiones y conquistas. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental. Es cierto que así como las demás naciones tienen sus particulares héroes épicos, también Israel los posee. Podemos recordar algunos de ellos: Josué, Gedeón, Sansón, Judit, etc. Sin embargo todos ellos quedan minimizados ante el héroe épico por excelencia, el que les hizo ganar mil y una batallas: Yahvé, a quien también llaman “Señor Dios de los ejércitos”. Esta realidad no la tiene ningún otro pueblo o nación del mundo.

Yahvé, nuestro guerrero, nuestro héroe en mil batallas… Innumerables son los pasajes, himnos, cánticos, salmos, que encontramos a lo largo y ancho de las Escrituras escenificando al Dios protector y defensor de Israel. Él es el que vela por su pueblo, el que lo ampara y pone en desbandada a sus enemigos, sirviéndose, por supuesto, de personas concretas como las que hemos citado anteriormente.

No estamos, pues, hablando de fenómenos suprahumanos, como es el caso de las hazañas mitológicas que abundan en las historias populares de todos los países. Estamos hablando de intervenciones de Dios, pero llevadas a cabo por personajes reales, de carne y hueso. Son estas particularidades las que establecen una distancia radical entre las hazañas guerreras de Israel y las que nos presenta la mitología de las demás culturas.

Como ejemplo de lo que estamos exponiendo, podemos acercarnos a uno de los libertadores, en este caso libertadora, del pueblo de Israel; libertadora de uno de los muchos asedios que el pueblo santo sufrió por parte de sus invasores. Me estoy refiriendo a Judit, con cuya mano Dios abatió al general Holofernes, poniendo así fin a las pretensiones de los asirios de apoderarse de Betulia, una de las ciudades más estratégicas de Israel situada al norte de Samaría.

Alcanzada la victoria –no es el momento de entrar en pormenores-, Judit y los habitantes todos de Betulia se congregan para dar gracias a Yahvé por su protección; por haber puesto su fuerza en las manos de una mujer quien, con la espada del mismo general Holofernes, le segó la cabeza. A lo largo de la extraordinaria fiesta con cánticos de alabanza que el pueblo dirigió a Dios, Judit, como elevándose por encima de la multitud, hizo tronar su voz cantando y proclamando la victoria de Yahvé: “¡Alabad a mi Dios con tamboriles, elevad cantos al Señor con címbalos, ofreced los acordes de un salmo de alabanza, ensalzad e invocad su Nombre! Porque el Señor es un Dios quebrantador de guerras, porque en sus campos, en medio de su pueblo me arrancó de la mano de mis perseguidores” (Jdt 16,1-2).

Yahvé, quebrantador de guerras, así es como le llama esta heroína de Israel. Él es el guerrero invencible, el que puso fin a la batalla, al asedio, a la codicia, avaricia e instintos asesinos de los asirios, insaciables en sus rapiñas. Fue el Señor Omnipotente quien les frenó en seco, quien les anuló; y, por si fuera poco… por mano de mujer: “Vinieron los asirios de los montes del norte, vinieron con tropa innumerable; su muchedumbre obstruía los torrentes, y sus caballos cubrían las colinas. Hablaba de incendiar mis tierras, de pasar mis jóvenes a espada, de estrellar contra el suelo a los lactantes, de entregar como botín a mis niños y de dar como presa a mis doncellas. El Señor Omnipotente por mano de mujer los anuló” (Jdt 16,3-5).

“Con nosotros Yahvé Sebaot”, que quiere decir Dios de los ejércitos. Con nosotros, Él es nuestro Caudillo, por eso no hemos de temer. Entendamos bien: los israelitas confían en su Dios no sólo en cuanto creador de los cielos y la tierra, sino también porque es el Dios de los ejércitos, el Guerrero por antonomasia; y, por si fuera poco, está con ellos: “Dios es para nosotros refugio y fortaleza, un socorro en la angustia siempre a punto. Por eso no tememos si se altera la tierra, si los montes se conmueven en el fondo de los mares, aunque sus aguas bramen y borboten, y los montes retiemblen a su ímpetu, Yahvé Sebaot está con nosotros…” (Sl 46,1-4).

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