Las grandes temáticas patrísticas referidas al Corazón de Cristo (III)

Eusebio de Cesarea
Eusebio de Cesarea

Pablo Cervera Barranco

Las grandes temáticas patrísticas referidas al Corazón de Cristo (cont)

d) Los sentimientos del Corazón de Jesús

Refiriéndose a la unidad de las naturalezas divina y humana en Cristo, muchos Padres a menudo hablan, en sus comentarios y homilías bíblicas, de las manifestaciones del amor humano en Cristo[1], sus afectos y emociones. Nuestro Señor, siendo verdaderamente hombre, nos amó con un corazón humano y, por lo tanto, con un amor completo y plenamente humano. Veamos una selección de pasajes que ilustran este tema.

Una de las primeras manifestaciones de estos sentimientos de Cristo, con gran importancia dogmática la encontramos en san Hipólito (170-223). Se trata de una confutación de la enseñanzas de Noeto (180-220), autor monarquiano, que hacía de Cristo una mera manifestación del Padre y negó la verdadera humanidad del Señor. San Pablo había enseñado:

Dios envió a su propio Hijo en carne semejante a carne de pecado y, a causa del pecado, condenó el pecado en la carne, para que el mandamiento de la ley se cumpliera en nosotros que no caminamos según la carne, sino según el Espíritu (Rom 8,3-4).

Argumentando contra la interpretación que Noeto hace de las palabras de san Pablo, Hipólito demuestra cómo el Padre envió a su Hijo en carne como hombre verdadero. El mismo nombre «hijo» —dice Hipólito—, «es el nuevo nombre del amor de Dios hacia el hombre». La misma humanidad de Jesús y la consiguiente humanidad de su amor es, para Hipólito, la demostración más clara del amor de Dios a los hombres.

Otro texto está tomado de Eusebio de Cesarea (265-339), el padre de la Historia de la Iglesia. Él declara, aunque quizá diversamente a como Cristo actuó en realidad, que Cristo no contrista nunca a los débiles y no manifiesta dureza alguna ni aun hacia los arrogantes y orgullosos. Cristo es benigno y paciente al tratar las culpas humanas:

Jamás Cristo entristeció a los débiles, ni manifestó dureza alguna, ni si­quiera para con los arrogantes y orgullosos. Su corazón se muestra siempre lleno de mansedumbre y humildad para con todos los hombres sin excep­ción; a todos dio a conocer, con autoridad, las cosas de Dios[2].

El siguiente texto está tomado de san Agustín. El de Hipona fue seducido por la humildad de Cristo: piensa que saber que Jesús es humilde y manso de corazón es un verdadero tesoro de ciencia y de sabiduría:

¿No se reducen a esto todos los tesoros de sabiduría y conocimiento escondidos en Ti, que aprendamos de Ti como algo grande que eres manso y humilde de corazón?[3]

Otro tema patrístico muy importante que dio origen a la devoción es el de Jesús aceptando el sufrimiento a través de su amor misericordioso. Esto se menciona constantemente a lo largo de los escritos patrísticos. San Agustín, al comentar el Salmo 56, pone en los labios del Salvador las palabras:

«Mi corazón está listo, Señor, mi corazón está listo» (Sal 56,7)…. ¿Qué debo hacer? Me han cavado una fosa. Mientras tendían una trampa en los pies, ¿cómo no iba yo a preparar mi corazón a la resignación?… ¿cómo mi corazón no estaría pronto al sufrimiento?[4].

Considerad las heridas de Cristo en la cruz y la sangre derramada por él al morir, el precio que pagó por vuestro rescate. Inclinó la cabeza para besaros, su Corazón abierto para daros un refugio, sus brazos abiertos para abrazaros todo su cuerpo expuesto como vuestro rescate. Pensad en la magnitud de semejantes misterios. Ponedlos en la balanza de vuestro corazón y dejad que entre aquel que por amor hacia vosotros fue clavado en la cruz[5].

Debiendo unir firmemente la humanidad y la divinidad en Cristo, algunos Padres comentan el Evangelio, en sus catequesis y en sus homilías, oponiendo antitéticamente los rasgos señalados en la Escritura, que mani­fiestan a Jesús como Hombre-Dios. Al proceder así, se explayan en los afectos humanos de Jesús. Lo hacen en forma de ampliación de los artículos cristológicos del Credo[6].

Cristo acepta el oprobio por misericordia[7]. «Mi corazón está pronto, Señor; mi corazón está pronto» (Sal 56,7).

¿Qué han hecho? Han cavado una fosa para mí. Mientras pre­paraban trampas bajo mis pies, ¿cómo no iba yo a preparar mi corazón a la resignación?… ¿Cómo mi corazón no estaría pronto al sufrimiento?[8].

Hesiquio de Jerusalén († 450), exégeta de la escuela alegórica alejandrina, y venerado como santo en algunas partes de la Iglesia Oriental, dice que Jesús ha sentido el dolor llegar hasta su corazón por amor a nosotros:

Experimentó cómo el dolor llegaba hasta su corazón, por amor a nosotros; por esto decía: «Mi alma está triste hasta la muerte»[9].

En un manuscrito siríaco del siglo IV, de autor desconocido, se lee:

Su corazón se llenó de tristeza a causa de nuestras iniquidades, es decir, por efecto de su amor por las criaturas expuestas a perderse… El Señor se entristeció también a la vista de aquellos que lo entregaron a la muerte y lo crucificaron; al orar por ellos con lágrimas, nos enseñó a orar por aquellos que se ensañan contra nosotros; nos enseñó a ofrecer nuestras súplicas por ellos[10].

San Hilario de Poitiers (ca. 315-367) fue llamado «el Atanasio de Occidente», fue el primer gran dogmático y exégeta de Occidente. Introduce en este texto brevemente un tema adicional de consuelo para el Cristo sufriente. Este es un tema que siempre ha formado parte de la piedad cristiana: listo para morir por nosotros, fue asaltado por otro deseo que se nos refleja en los Salmos:

Dispuesto a morir por nuestra salvación, experimentaba además otro deseo, expresado así: «Busqué a alguien que estuviera conmigo en mi sufrimiento, y no encontré a nadie». Había venido a salvar a las ovejas perdidas de Israel, pero no encontró a nadie que lo consolara y le mostrara compasión en medio de su angustia…[11].

Teodoreto de Ciro (393-466) habla del sufrimiento redentor y la muerte de Cristo como fuente de alegría para él:

Su corona de espinas fue la diadema de su caridad, la caridad que lo llevó espontáneamente a aceptar las ignominias y tormentos que lo llevarían a su muerte. Él llama al día de su muerte el día de «alegría para su corazón»[12].

Gregorio Magno comenta el mismo texto, añadiendo una nota marial y eclesial:

«El día en que se realizó esta unión (de la encarnación) es el día de su desposorio; fue un día de gozo para su corazón[13].

El corazón del cristiano debe ser, a imitación del corazón de Cristo, «ese corazón más alto que los cielos, más ancho que la tierra, más resplan­deciente que el rayo luminoso y más ardiente que el fuego…» Podemos afir­mar que «el corazón de Pablo era el corazón de Cristo»[14].

Un monje sirio, Cyrillonas, introduce el tema del amor ardiente:

«(Los Apóstoles) dijeron al Señor: Dinos, ¿quién es el desvergonzado que, sentándose contigo a la mesa, no siente que su corazón arde de amor, siendo que, al encontrarse cerca de Ti, se halla junto a una hoguera ardiente?»[15].

Un manuscrito sirio del siglo IV, el Liber graduum, de autor desconocido del siglo, hace sentir el amor de Cristo por los que le mataron, por los pecadores:

Su Corazón se ha llenado de tristeza a causa de nuestros pecados, un efecto de amor por sus criaturas que se están exponiendo a la perdición. También se aflige por aquellos que le están dando muerte. Al orar por ellos con lágrimas, muestra cómo tratar con aquellos que nos tratan mal. Él nos muestra cómo ofrecer súplica por ellos derramando nuestras lágrimas para pedir su perdón, como él mismo hizo por nosotros ante su Padre[16].

Otro tema patrístico que emerge es que el corazón del cristiano que sigue los pasos de Cristo debe ser como el de su Salvador. («Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí»: Gál 2,20.) He seleccionado sobre estos dos casos. El primero es de san Juan Crisóstomo, que tenía una profunda devoción al Apóstol de los gentiles:

Este Corazón es más alto que los cielos, más grande que la tierra, más espléndido que la luz pura, más ardiente que el fuego… podemos afirmar con seguridad que el corazón de Pablo era como el Corazón de Cristo[17].

San Gregorio Magno (540-604) será uno de los autores que, citado frecuentemente, alimentará la piedad de la Edad Media. Gran parte de la piedad medieval encuentra su fuente en sus escritos. Esto es especialmente claro sobre la unidad que san Gregorio estableció entre el corazón, el amor y el fuego. Así parece resumir las enseñanzas de sus predecesores:

En el banquete santo de la Cena mística, descansaba sobre la fuente eterna de la vida, sobre el pecho del Salvador. Bebiendo allí los raudales ininterrum­pidos de la doctrina celestial, se vio lleno de revelaciones profundas y mis­teriosas hasta tal punto que, superando a toda otra criatura, su espíritu arrobado contemplaba y su voz evangélica proclamaba que en el principio era el Verbo…[18].

Según Hugo Rahner, esta unidad se abrió camino y contribuyó a la devoción al Sagrado Corazón en la última Edad Media.

En esta misma línea, escribe en sus Moralia in Job:

Nuestro corazón es el altar de Dios; en él, el fuego debe arder sin cesar; allí debemos activar constantemente la llama de nuestra caridad para con el Señor… Quien mantiene en sí el fuego de la caridad, se ofrece en holocausto, en medio de esa llama que lo consume… Él mismo se coloca como víctima en el altar de su corazón, inflamado por los ardores de la caridad[19].

Aunque no se menciona directamente al Corazón de Jesús en el trasfondo está el mandato de san Pablo de que los cristianos deben ser imitadores suyos como él lo fue de Cristo. San Gregorio sólo hablaba de las cualidades del cristiano que debían tener su prototipo en las cualidades del Señor. Si nuestros corazones deben ser «un altar… en el que el fuego arda continuamente», esto se debe a que así es el Corazón del Salvador. Si el cristiano debe ser «como una víctima sobre el altar de su corazón que arde con el fervor de la caridad», esto se debe a que Jesús, víctima voluntaria de su ardiente amor a los pecadores, estaba impregnado por las llamas de la caridad y su Corazón era un altar en el que la llama de su amor ardía continuamente.


[1] San Basilio, Epist., 261, 3: PG 32,972; San Ambrosio, De fide ad Gratianum: PL 16,594; San Agustín, Enarr. in Ps. LXXXVU, 3: PL 37,1111.
[2] Eusebio de Cesarea, In Isaiam, 42: PG 24, 385D.
[3] San Agustín, De sacra virginitate, I, 34: PL 40,416.
[4] San Agustín, In Psalmo 56: PL 36, 671.
[5] San Agustín, De Virgnitate: PL 40,397.
[6] Podemos citar a Hipólito de Roma: Contra Noetum (4) 5; San Cirilo de Jerusalén, Catequesis IV, 9: PG 33,465; Nicetas de Remesiana, De Symbolo, 4: PL 52,868; San Gaudencio de Brescia, trad. Nautin, 209, 212; San León Magno, Tomo a Flaviano, Carta 25: PL 54,805B-807B; San Gregorio Nazianceno, Oratio 29,19-20: PG 36,99-102) y San Agustín de Hipona, De catechizandis rudibus, 22, 40: PL 40,339.
[7] San Agustín, In Psalmum 68: PL 36,857.
[8] San Agustín, In Psalmum 56,8: PL 36,671.
[9] In Psalmos: PG 93,1318.
[10] PS, I, t. III,562.
[11] Hilario, In Psalmo 69, 21: PL 9,127.
[12] Teodoreto, In Cant. III, vol. 11: PG 8,127.
[13] In Cant.: PL 79,507.
[14] San Juan Crisóstomo, Ad Romanos, Hom. 32: PG 60,679-680.
[15]
[16] Patrologia Syriaca, vol, I, ed. R. Graffin (Firmin-Didot et Socii, París 1894) 562. Sobre la teología siríaca del Corazón de Cristo, cf. R. Murray, «The lance wich re-opened Paradise: A mysteriuos reading in the early syriac fathers»: OrChrP 39 (1973) 224-234; Íd., Symbols of church and kingdom (Cambridge 1975) 124-127; S.P. Brock, «The mysteries hidden in the side of Christ»: Sobornost 7/6 (1978) 462-472.
[17] San Juan Crisóstomo Ad Rom., 32: PG 60,679-80.
[18] San Gregorio Magno, Liber Sacramentorum—In Nativitate sancti Johannis—Prefacium»: PL 78, 34.
[19] PL 76,328. Citado por G. Dumeige, El tiempo de los Padres, en P. Cervera, (ed.), Enciclopedia temática del Corazón de Cristo (BAC, Madrid 2017) 79.
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