Las cuentas del collar
| En un tiempo pasado sucedió que un caballero debía marchar a una empresa de la que a duras penas volvería victorioso. El joven, antes de partir, quería demostrarle a la dama de sus desvelos el amor que por ella profesaba y cómo su vida sería entregada a ella en cuanto volviese. Por esta razón, fue en busca de un sabio alquimista que vivía en los alrededores. Este sabio era conocido por crear de la nada unas hermosas piedras preciosas de un valor incalculable. El joven arrogante se acercó al alquimista y le dijo así:
– He de partir a una arriesgada misión, no sin antes dejar sobre mi amada la muestra de mi sincero y emocionado sentimiento por ella. He oído contar las maravillas de vuestras joyas y así estoy dispuesto a pagar por una de ellas lo que se me pidiese.
– Conocéis bien mis collares –dijo el sabio–, pero habéis de saber que aquellas piedras que os dé deberán ser protegidas del mal como ellas protegerán a vuestra dama y que vos seréis probado en mil pruebas para demostraros merecedor de tales piedras. Jamás ninguna cuenta podrá ser separada por ningún humano del hilo que las une, a no ser que…
– Yo no pondré en duda vuestros poderes si vos no dudáis de mi gallardía –replicó el caballero interrumpiendo las palabras del anciano–. Haced pues el collar de piedras preciosas más hermoso que hayáis fabricado nunca y mi dama lo poseerá y guardará con su vida.
Así fue como el alquimista reunió sus poderes en aquella joya que, cuando el caballero ciñó al cuello de su dama, este lució con gran resplandor al brillo de los distintos colores que cada cuenta del collar poseía.
Llegó el día de su partida y el joven, orgulloso y seguro de su amor, emprendió el camino. No había llegado aún al siguiente pueblo, cuando el estómago le empezó a cantar pidiendo un poco de las viandas que llevaba encima. Bajó del caballo, se sentó junto a un árbol y comenzó a dar cuenta del queso y el pan que traía. En esto estaba cuando se le acercó un niño de unos ocho años, mal vestido y sucio que, con unos ojitos de no haber comido en varios días, le suplicó que le diese un trocito de ese pan. El caballero, molesto por verse interrumpido en su almuerzo, le dio, sí, pero no le dio sino una pedrada para que se fuese de allí a “molestar a otro” como gritaba mientras el pequeño salía corriendo.
En ese instante, en el pueblo de la joven dama, desapareció como por arte de magia o encantamiento una de las piedras del collar. Ante la sorpresa de la dama y de los que la acompañaban. Buscaron por todas partes pero la cuenta no apareció jamás, ni siquiera el hilo del collar se había desatado ni roto en algún punto.
De nuevo el caballero, satisfecho su estómago, continuó su camino hasta el anochecer en que se refugió en una taberna para pasar la noche. Allí entre burlas y risas y un vaso tras otro, dejó que el vino le embriagara y fue así como se encontró enzarzado en una pelea de la que salió muy mal parado y de la que decidió vengarse en otro momento.
Mientras, la dama atónita veía cómo iba perdiendo una a una las cuentas de su collar sin entender la causa de ese maleficio. Pasaron los días y el joven fue probado en su misericordia sin que ninguna de esas pruebas fuese superada con éxito. Cuando llegó el momento de regresar, fue corriendo hacia su amada para comprobar que seguía llevando el collar. Pero cuando llegó vio su rostro perplejo y observó que de su cuello solo colgaba un fino hilo irrompible.
Lleno de ira (y esta era la última prueba que debía de superar) se dirigió al sabio alquimista increpándole por la falsedad del collar.
– Mi querido caballero –respondió el sabio– no habéis sabido escuchar mis palabras en su momento y por eso las cuentas han desaparecido.
– Explicaros, entonces, ahora –gritó mientras desenvainaba su espada.
– El hilo del collar representa el amor que vos tenéis por vuestra amada, reflejo del amor irrompible que Dios tiene por vosotros. Cada una de las cuentas es cada uno de los valores que Dios ha puesto en vos, pero que vos habéis ido perdiendo en vuestro camino.
– ¿Y cómo puedo recuperarlos? –preguntó más calmado el caballero.
El anciano fue explicándole al joven una tras otra todas las obras de misericordia que podía realizar. Y así fue como el joven regresó sobre sus pasos: dio de comer y beber al pequeño hambriento; lejos de vengar su honor fue a la cárcel a perdonar al hombre con el que se había peleado; y, uno a uno, enmendó todos sus errores. Cuando volvió de nuevo al pueblo, el collar de su amada tenía las piedras preciosas más grandes con las que jamás había soñado y nunca más desaparecieron de su cuello. Y, como es propio de estas historias, fueron felices y comieron perdices, sabiendo que el amor de Dios les protegía.