La promesa de Dios
| Hay una expresión muy hermosa de san Agustín, cuando, imaginando una especie de disputa con Dios sobre quién ama más, lanza su amor como una jabalina, a distancia, y le dice al Señor que vea hasta dónde le ama. Y luego, como avergonzado, señala que si le parece poco le conceda que le quiera más. Pues bien, después añade él mismo que amemos, que corramos. Se trata de correr en el amor, en la vida del espíritu.
El cristiano es el que corre para ver si llega a alcanzar la meta. Ahí se llega dejándose alcanzar primero por la conversión y de ahí viene nuestra esperanza. Una esperanza de alcanzar una meta que no es solo el triunfo individual, sino el Reino de Dios en el mundo actual. Es pues, en toda nuestra vida y en el devenir del mundo, dependiente de la omnipotencia creadora de Dios.
El Señor, con su omnipotencia, ha prometido realizar al hombre más allá de sus posibilidades internas. Ese le «ha prometido» quiere decir que la acción omnipotente de Dios se está empeñando en esa labor a la que se ha comprometido y nuestra esperanza cristiana se caracteriza por esto, porque cree en esa acción. De ahí se deduce que uno de los mayores obstáculos de la esperanza es precisamente la vejez.
Cuando llega la vejez, el hombre se anquilosa. Ha vivido la vida y se detiene. No tiene ya ilusión de un futuro. En cambio, en la esperanza cristiana siempre hay la ilusión del más. La frase de las bodas de Caná donde el maestresala le dice al novio de la boda que ha guardado el vino bueno para el fin, indica la ley de la esperanza cristiana. En el cristianismo nos consta que el Señor ha dejado el vino mejor para el fin, sea en la vida natural, sea en el proceso mismo de la evolución de la humanidad. Por tanto, cuando uno ya no siente capacidad, no tiene energías, no es que entonces se le cierre la posibilidad de la esperanza, sino que entonces se purifica la esperanza, porque la omnipotencia creadora de Dios está en acción.