Israel, testigo de la salvación de Dios (II)

, Misionero comboniano
Al rayar el alba, puntualiza el autor del Éxodo, los enemigos de Israel conocieron el abrazo de la muerte. Al rayar el alba los carros y caballos del Faraón junto con todo su ejército, fueron golpeados y despojados hasta no quedar de ellos ni siquiera un hálito de vida. Amaron la muerte al enfrentarse al Dios de la Vida y, presurosa, vino a su encuentro.
Al rayar el alba Dios dijo que la muerte no tenía la última palabra sobre los suyos, todos los suyos; esto que dijo recorre la historia. Estamos hablando de los discípulos de todo pueblo, raza, lengua y nación, tal y como nos dice el libro del Apocalipsis: “Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación…” (Ap 5,9).
Al rayar el alba fueron María Magdalena, la de Santiago y Salomé, al sepulcro con la intención de honrar el cuerpo yacente de su Señor, sin saber siquiera cómo podrían deslizar la piedra que cubría su sepultura: “Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, compraron aromas para ir a embalsamarle. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, van al sepulcro. Se decían unas a otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?” (Mc 16,1-3).
Al rayar el alba les estaba esperando el mensajero de Dios con una buena noticia que puso música en sus oídos, que alegró sus vidas por siempre: “Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí” (Mc 16,5-6).
Al rayar el alba es cuando nos damos cuenta de que no hemos pasado el combate de nuestras noches oscuras, solos. Dios estaba con nosotros y no lo veíamos ni escuchábamos. Él sí que nos veía y escuchaba, pero se mantenía discreto a una prudente distancia. Si se hubiera hecho notar, hubiésemos dejado de combatir, y entonces, ¿cómo vencer al tentador, al valedor de la muerte?
En realidad era Dios quien marcaba la pauta de nuestro combate, quien nos mantenía incomprensiblemente de pie. Más aún, era Él quien hacía de escudo para que las embestidas del maligno no terminaran por arrojarnos en la desesperación. Esto es lo que hacía Dios sin dejarse ver, pues, de haberlo hecho, nunca hubiésemos crecido en la fe ni en el amor, y ni siquiera como personas. No hubiésemos pasado de ser hombres sumamente caprichosos sin ninguna consistencia interior, incapaces de sobrellevar las dificultades e incluso persecuciones propias del discipulado. Escuchemos a este respecto lo que el apóstol Pablo dice a su compañero de misión Timoteo: “Tú, en cambio, me has seguido asiduamente en mis enseñanzas, conducta, planes, fe, paciencia, caridad, constancia, en mis persecuciones y sufrimientos, como los que soporté en Antioquia, en Iconio, en Listra. ¡Qué persecuciones hube de sufrir! Y de todas me libró el Señor. Y todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones” (2Tm 3,10-12).
Al rayar el alba, como ya hemos señalado, el Señor Jesús salió triunfante del sepulcro. Ahí mismo la muerte fue vencida, despojada, ofreciendo al mundo el mismo espectáculo que los egipcios, zarandeados hasta el exterminio por la fuerza del mal. Vaciado el sepulcro, el mundo entero, el cosmos, se llenó de la gloria de Dios. ¡Acababa de resucitar a su Hijo!
¡La muerte ha sido vencida por Jesucristo! Así cantan, y a una sola voz, miles y miles de gargantas de la primera generación cristiana. Pablo, testigo de Cristo Jesús, se hace eco de esta buena noticia y nos hace partícipes de ella: “Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?… ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1Co 15,54-57). La Obra de Dios por excelencia, su Victoria sobre toda muerte que nos atañe, aconteció… ¡al rayar el alba!
Comenzamos haciendo una pequeña síntesis de los hechos que se suceden en este texto bíblico, para pasar después a desarrollar la catequesis o, mejor dicho, una vertiente de la misma que se desprende de él. Así es como el cristiano se sirve de las Escrituras para alimentar su alma; buscando en ellas el Pan vivo de Dios, como nos dice el autor del libro de la Sabiduría: “A tu pueblo, por el contrario, le alimentaste con manjar de ángeles; les suministraste sin cesar desde el cielo un pan ya preparado que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos. El sustento que les dabas revelaba tu dulzura con tus hijos…” (Sb 16,20-21).
La síntesis del texto que encabeza esta catequesis nos lleva a afirmar que, ante el abismo que quedó al descubierto al dividirse el mar en dos partes, Israel pudo pasar por encima del camino sin mancharse los pies, “con el pie enjuto” señala el texto. El barro ni siquiera dejó huellas en sus plantas. Los egipcios, en cambio, se trabaron en el lodo de tal forma que al volverse las aguas a su normalidad, quedaron atrapados. El barro hizo de cepo y las aguas les anegaron.
Al leer esto, nuestros ojos vuelan veloces a la Palabra que Dios transmitió a nuestros primeros padres Adán y Eva, después de haber escogido la muerte con su desobediencia. Recordemos en primer lugar lo que Dios les mandó acerca de los árboles del Edén para poder entender por qué, como acabo de afirmar, al desobedecer a Dios se hicieron hijos de la muerte: “Y Dios impuso al hombre este mandamiento: De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gé 2,16-17). Aclarado este punto, oigamos lo que Dios les dijo después de su desobediencia: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gé 3,19).
Volverás al suelo, al barro de donde fuiste tomado, tornarás al polvo…, así aconteció con los egipcios. La imagen del barro aprisionando sus pies, dejándolos a merced de las aguas, es más que reveladora. No fue así, sin embargo, con los israelitas. Ellos cruzaron el camino embarrado con el pie enjuto, lo que quiere decir seco, enjuagado. La trampa mortal del barro no fue efectiva para ellos; y no porque sus pies fuesen diferentes, sino porque Dios actuó en su favor.
Un hecho muy semejante, analógicamente hablando, se nos comenta en el libro de Daniel. Analicemos los hechos. Israel está desterrado en Babilonia. Su rey Nabucodonosor promulga un edicto por el que obliga a todos sus súbditos a postrarse, en señal de adoración, ante una gigantesca estatua que había hecho levantar en sus dominios; todo aquel que no lo haga será condenado a muerte.
Los judíos quedan aterrorizados ante la orden del rey; algunos no están dispuesto a postrarse ante nada que no sea su Dios, el creador del cielo y de la tierra; el único, tal y como Él mismo se lo había manifestado: “Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza…” (Dt 6,4-5).
Tres judíos se destacan en lo que podríamos llamar el desafío y la desobediencia al rey Nabucodonosor. He ahí sus nombres: Ananías, Azarías y Misael. Los tres son denunciados y llevados ante el rey quien, fuera de sí, dio curso libre a su cólera, y mandó que fueran atormentados en el horno de fuego hasta su muerte: “Entonces el rey Nabucodonosor, lleno de cólera y demudada la expresión de su rostro contra Ananías, Azarías y Misael, dio orden de que se encendiese el horno siete veces más de lo corriente, y mandó a los hombres más fuertes de su ejército que los ataran y los arrojaran al horno de fuego ardiente” (Dn 3,19-20).
Alguno se preguntará dónde está la semejanza entre el hecho del mar Rojo y éste, entre las aguas de la muerte y el fuego que amenaza a estos tres israelitas. Prestemos atención: al encender el horno, fue tal la potencia de las llamas, que los caldeos que estaban atizándolas fueron abrasados: “Los siervos del rey que los habían arrojado al horno no cesaban de atizar el fuego con nafta, pez, estopa y sarmientos, tanto que la llama se elevaba por encima del horno hasta cuarenta y nueve codos, y al extenderse abrasó a los caldeos que encontró alrededor del horno” (Dn 3,46-48).
Por el contrario, Ananías, Azarías y Misael fueron preservados. Un ángel de Yahvé -Él mismo- impidió que las llamas les tocasen. Así como el barro y el lodo no dejaron la más mínima señal en los israelitas, tampoco el fuego en estos tres hombres que desafiaron al rey, al fuego y a la muerte: “Pero el ángel del Señor bajó al horno junto Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego no los tocó siquiera ni les causó dolor ni molestia” (Dn 3,49-50).