Hambre, sed… y Dios con ellos (I)

Tierra seca

Antonio Pavía, Misionero comboniano

“Moisés hizo partir a los israelitas del mar de Suf y se dirigieron hacia el desierto de Sur: caminaron tres días por el desierto sin encontrar agua. Luego llegaron a Mará, mas no pudieron beber el agua de Mará, porque era amarga. Por eso se llama aquel lugar Mará. El pueblo murmuró contra Moisés, diciendo: ¿Qué vamos a beber? Entonces Moisés invocó a Yahveh, y Yahveh le mostró un madero que Moisés echó al agua, y el agua se volvió dulce…” (Éx 15,22-27).

Hemos sido testigos, a lo largo de los últimos textos, de la explosión de gozo del pueblo entero de Israel ante la maravillosa salvación que Dios les hizo, cuando ya habían perdido la esperanza de sobrevivir al acoso mortal infligido por los egipcios. Al ver a estos abatidos por la fuerza de las aguas, todos a una se volvieron al Dios liberador y entonaron sus cánticos de alabanza y de gratitud por lo que había hecho por ellos. Son cánticos que expresan su experiencia de fe; han sido testigos de que la Palabra que Dios les había dado por medio de Moisés era de fiar, se había cumplido.

Israel, sostenido por esta experiencia de haber sido cuidado y protegido por Dios, camina seguro, no parece que vaya a desfallecer jamás en su fe, hasta que se encuentra con otro acontecimiento que también les descoloca. Se han agotado sus reservas de agua y, cansados, alcanzan una especie de oasis en el cual creen poder saciar su sed. El hecho es que, apenas degustan los primeros sorbos, la escupen por ser amarga. Otra vez la dificultad y otra vez la duda. Las protestas dan paso a la murmuración.

Todo esto, como dice San Pablo, sucede para iluminar nuestro camino de fe. Todos conocemos la alegría, el gozo y la alabanza cuando sentimos el calor de la mano de Dios en la nuestra; y también conocemos la duda, el miedo e incluso la murmuración cuando el Dios en quien hemos confiado se convierte –al menos así nos lo parece- en el gran Ausente.

Repito que este, y no otro, es y constituye nuestro camino de fe. Es una historia con Dios llena de amores y desamores, confianzas y desconfianzas, avances y estancamientos, hasta que vamos sabiendo, eso sí, muy lentamente, que Él nunca ha dejado de estar a nuestro lado. Vamos aprendiendo también que tiene que hacerse a veces el Ausente para que aprendamos a madurar en el amor, al tiempo que se desprende toda la escoria que se adhiere a la perla preciosa del seguimiento. Es tal el amor que Dios siente por ti que hasta te permite murmurar contra Él con tal de que crezcas en la fe.

Tiempo habrá, a lo largo del libro del Éxodo, en el que abordemos más detalladamente el cáncer –así hay que llamarlo- de la murmuración contra Dios de este pueblo que a todos nos representa. Ahora vamos a ofrecer simplemente un par de pinceladas que nos permitan abrir los ojos al vendaval devastador de la murmuración para nuestras almas.

Lo primero que el Espíritu Santo enseña a Israel cuando murmura contra Moisés es lo siguiente: No habéis murmurado contra él sino contra Dios. Así lo vemos en la narración que hace el cronista del libro del Deuteronomio acerca de las protestas y murmuraciones que salieron del pueblo cuando, llegado a los pies de la tierra prometida, creyeron que nunca podrían conquistarla por el poderío guerrero de sus habitantes. Notemos que la rebelión del pueblo es fundamentalmente contra las palabras que Dios les había dado acerca de esta conquista: “Mira: Yahveh tu Dios ha puesto ante ti esta tierra. Sube a tomar posesión de ella como te ha dicho Yahveh el Dios de tus padres; no tengas miedo ni te asustes” (Dt 1,21).

Se supone que esta promesa tan diáfana de parte del Dios que tantas veces les había salvado, había de ser suficiente. Sin embargo, el miedo tiene su propio poder y, a veces, se impone. Es por ello que Israel se olvida del Dios que nunca ha dejado de cumplir sus promesas y, ante lo que parece a sus ojos una empresa imposible de llevar a cabo, rompe en lamentos y murmuraciones: “Pero vosotros os negasteis a subir; os rebelasteis contra el mandato de Yahveh vuestro Dios, y os pusisteis a murmurar en vuestras tiendas, diciendo: Por el odio que nos tiene nos ha sacado Yahveh de Egipto, para entregarnos en manos de los amorreos y destruirnos” (Dt 1,26-27).

Murmuración, rebelión, desconfianza, desobediencia: toda esta multitud de saetas se clavan en el corazón del hombre, paralizando lo que parecía ser un seguimiento a Dios sin bloqueos ni desfallecimientos. En el fondo de esta realidad está el cáncer del que hablamos antes. Cáncer que muy acertadamente pone de manifestó el autor del salmo 106, quien nos presenta la murmuración como consecuencia lógica de no escuchar a Dios: he ahí la raíz del cáncer. Al no escucharlo, nunca podrá conocer el poder liberador que tiene su Palabra para su alma. “Desdeñaron una tierra de delicias, no tuvieron fe en su palabra; murmuraron dentro de sus tiendas, no escucharon la voz de Yahveh” (Sl 106,24-25).

¿Qué vamos a beber?, repite machaconamente el pueblo a Moisés poniendo ante sus ojos los rostros macilentos de sus hijos pequeños. ¡Haz algo, que vamos a morir todos! Moisés oye las quejas y se siente impotente. En su “ingenuidad”, quizás habría pensado que los problemas con su pueblo –ya tuvimos ocasión de conocerlos- se habían terminado con los acontecimientos maravillosos del paso del mar Rojo. Ya está, misión cumplida, ¡gracias, Dios mío!, susurraría nuestro buen amigo, cantando al compás de su pueblo los himnos de gratitud y alabanza que se sucedieron a la acción salvífica de Dios.

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