Hablar con Dios para hablar de Dios

Rosario

Inmaculada Molina Ager (artículo recuperado del número 125) | «Para realizar una obra eficaz de evangelización, debemos volver, para inspirarnos, al primer modelo apostólico. Este modelo, fundador y paradigmático, lo contemplamos en el Cenáculo: los apóstoles están unidos a María y perseveran con ella en la espera del don del Espíritu. Es solamente por la efusión del Espíritu que comienza la obra de evangelización. Es necesario, pues, iniciar la evangelización. Es necesario, pues, iniciar la evangelización invocando el Espíritu y buscándolo allí donde sopla» (Beato JUAN PABLO II, VI Simposio del Consejo de Conferencias Episcopales de Europa · 11 octubre 1985)

La primitiva comunidad cristiana del cenáculo es icono de una Iglesia que vive y respira en oración, junto con María, acogiendo la vida de Dios y dejándose guiar por el Espíritu. Y viviendo así, da como fruto necesario el anuncio del testimonio de Cristo ante los hombres. Nosotros estamos llamados por nuestro bautismo a ser Sacerdotes, Profetas y Reyes. Sacerdotes para estar en ÉL, reyes para actuar en ÉL y profetas para anunciarlo sólo a ÉL. No se puede actuar en ÉL ni hablar de ÉL si antes no estamos profundamente arraigados en ÉL, como los sarmientos a la vid. ¿Y cómo se está en EL? Orando y dejando que el Espíritu Santo, alma del Cuerpo de Cristo, sea el que ore en nosotros, clamando en nuestra debilidad, como auténtico artífice de nuestra oración. Recordemos las palabras de San Pablo en Rom. 8, 26: «el Espíritu viene en nuestro auxilio, en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables».

Por la oración, el Padre nos muestra el Corazón del Hijo, y con ÉL, el tesoro inagotable de su infinita Misericordia con nosotros y con nuestros hermanos. Necesitamos pedir en nuestra oración la asistencia del Espíritu Santo para que ÉL nos muestre cómo orar y cómo evangelizar.

La oración es la respiración de la vida cristiana. En cuantos evangelizadores, catequistas o predicadores, no se puede respirar de otra manera. Por la oración, el Espíritu prepara al evangelizador con sus inspiraciones y prepara también a los oyentes, para que reciban con la mente, el espíritu y el corazón abierto su Palabra. De este modo, además, el evangelizador toma mayor conciencia de no ser él nada más que el altavoz de la Gran Noticia. Así, la actitud del evangelizador debe ser la del pequeño Samuel, que, llegado el tiempo, sería un gran profeta en Israel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

Orando reconocemos nuestros límites y nuestra total dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, para evangelizar no podemos sino abandonarnos en Él, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza. En la práctica, se aprende que los métodos, planes y proyectos de evangelización no son eficaces si no lo hemos regado antes con abundante oración, dándole a Dios el primer lugar para que tome lo que es suyo como quiera. Si no permitimos que Dios obre, nuestras cosas permanecen como sólo nuestras y resultan insuficientes. No se trata de crear materiales, libros o el mejor de los planes pastorales, adornado con muchas reuniones. La nueva evangelización (en la escuela, en el trabajo, en la universidad, en el hogar) pide antes que nada, horas de oración. Si el evangelizador –padre o madre de familia, catequista, maestro, profesional– no es un orante, difícilmente estará evangelizando.

La Iglesia nunca comienza con el «hacer» o «hablar» nuestro, sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. Los Apóstoles oraron y en oración, esperaron, y en su espera, recibieron al Espíritu, el sello de Dios sobre su Pueblo, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, que Dios es el primer agente de evangelización. Por ello, la mejor evangelización es aquella que se prepara rezando mucho, con oración de intercesión, pidiendo por quienes la van a recibir y con acción de gracias a Dios por todo el bien que estamos seguros va a derramar.

Pero «rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos, la experiencia de la oración es un desafío, una gracia que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos» (Benedicto XVI, Catequesis sobre la oración, 11 mayo 2011). Pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con ÉL en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

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