Fuerza de Dios, Fuerza de Moisés (I)
, Misionero comboniano
“Al acercarse el Faraón, los israelitas alzaron sus ojos, y viendo que los egipcios marchaban tras ellos, temieron mucho y clamaron a Yahveh. Y dijeron a Moisés: ¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto? ¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto? ¿No te dijimos claramente en Egipto: Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios? Porque mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto. Contestó Moisés al pueblo: No temáis; estad firmes y veréis la salvación que Yahveh os otorgará en este día…” (Éx 14,11-14).
Qué pronto se olvida el hombre de las maravillas que Dios ha hecho por él. Así podríamos resumir la reacción de los israelitas ante el peligro que ronda sobre sus cabezas al verse alcanzados por los egipcios que, con todo su poderío, habían salido en su persecución. Podríamos pensar que tendrían en cuenta que hasta ese momento Dios no les había fallado nunca, que todas las promesas que les había comunicado por medio de Moisés se habían cumplido, y, sobre todo, que había conseguido lo que parecía más que imposible: doblegar y cambiar el corazón del faraón para que les permitiese salir de sus dominios.
Sin embargo, y a pesar de todo ello, ahí les tenemos gritando como locos y maldiciendo a Moisés, por haberles llevado a esta situación en la que aparentemente no hay más salida que la muerte o la rendición. Todo ello nos hace abordar un tema que se hace actual cada vez que el hombre se enfrenta a lo que le sobrepasa. Estamos hablando de la desconfianza, esa cortina pesada que oculta, hasta dejar en el olvido, las múltiples experiencias que hemos tenido de Dios, y que han hecho brotar de nuestros labios cantos de alabanza y acción de gracias.
Esta realidad, que, por una parte, revela una fe infantil o poco constante, y que, por la otra, es relativamente normal en todo proceso y desarrollo de la fe, viene expresada a lo largo de la Escritura de variadas maneras. Es muy importante tener el suficiente sentido común, digamos también la humildad, para aceptar esta nuestra debilidad, y más aún cuando, al igual que a Israel, nos vence el miedo. Cuando nos encontramos en una situación así, todo en nosotros se convierte en protesta. Recordemos la murmuración o, más bien, maldición que profirió Israel contra Moisés en quien habían confiado sus vidas: “¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto? ¿No te dijimos claramente: Déjanos en paz?…”
Como ya hemos advertido, estas reacciones tan dramáticas nos acompañan en nuestro proceso de fe. Todos conocemos el paso, casi imprevisto, de la luz a las tinieblas, del casi “tocar a Dios” al más doloroso de los abandonos…, al menos así lo sentimos. Es tal el tira y afloja con el que parece que Dios nos trata que llegamos incluso a dudar de nuestro equilibrio psicológico.
Nada mejor que las Sagradas Escrituras para sacarnos de esta fosa y tranquilizarnos. Entre tantos textos, me decanto por el salmo 30 en el que vemos como diseñado el combate de la fe. En él el salmista se debate entre la alabanza a Dios por su cercanía, y la angustia y soledad cuando le parece que le ha ocultado su rostro y le ha abandonado. Acompañamos a este fiel israelita en su primer estado de ánimo. Todo en él es alegría y gozo ante Dios. Su alma rebosa gratitud. La alabanza y la acción de gracias fluyen alegres e impetuosas en sus labios: “Yo te ensalzo, Yahvé, porque me has levantado; no dejarse reírse de mí a mis enemigos. Yahvé, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Yahvé, mi alma del abismo, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa. Salmodiad a Yahvé los que le amáis, alabad su memoria sagrada…” (Sl 30,1-5).
Nuestro buen hombre está muy seguro de sí mismo, tiene motivos para pensar que tiene a Dios cogido de la mano como se toma un pajarillo, y que su camino de fe está ya más que trazado, más aún, ya lo ha llevado a su buen término. Oigamos lo que podríamos llamar su ingenua confesión de fe: “Y yo en mi paz decía: Jamás vacilaré. Dios mío, tu favor me afianzaba sobre fuertes montañas.” (Sl 30,7-8a).
Así es como se siente este fiel israelita. Dice que está totalmente seguro en su fe, afirmado sobre las montañas como se afirma una fortaleza. Dios, que le ama demasiado como para abandonarle en sus vanaglorias e infantilismos, se aleja un poco no de él, sino de su sensibilidad. El cambio de escena es total. Sus labios abandonan el alborozo y entusiasmo para dar paso al aturdimiento y perplejidad: “Mas retiras tu rostro y ya estoy conturbado. A ti clamo, Yahvé, a mi Dios piedad imploro: ¿Qué ganas con mi muerte, con que yo baje a la fosa? ¿Puede alabarte el polvo, anunciar tu verdad?” (Sl 30,8b-10).
Lo más maravilloso de esta plegaria es que culmina con la victoria de la fe sobre la debilidad, lo que equivale a decir sobre nuestros miedos e infantilismos. Recojamos en nuestras manos el broche de oro con el que este hombre de fe, lleno del Espíritu Santo, culmina su confesión: “Has cambiado mi lamento en una danza, me has quitado el sayal y me has ceñido de alegría; mi corazón por eso te salmodiará sin tregua; Yahvé, Dios mío, te alabaré por siempre” (Sl 30,12-13).
Estad firmes y veréis lo que Dios hará por vosotros, dice Moisés a los israelitas. Con estas palabras nos está revelando su auténtica y gigantesca grandeza tanto como hombre de Dios como pastor de su pueblo. Él mismo es toda una teofanía; su fidelidad a la misión confiada le convierte en manifestador de Dios. En él y por él, Israel verá la salvación de Dios, es lo que Moisés les acaba de decir: “Veréis lo que Dios hará por vosotros”.
Estad firmes, exhorta al pueblo que ya ha perdido el control sobre sí mismo. Estad firmes ante el enemigo que os cerca. Con esta exhortación Moisés está dando testimonio de su fe en el Dios que salva. Podía haberse derrumbado ante el peligro y tratar de escaparse de la muerte de la mejor forma posible dejando a ese pueblo, tan necio como ingrato, a su suerte.
Moisés anticipa la figura de Jesucristo el buen Pastor; el que permanece firme ante la devastación que acecha a sus ovejas a causa del poder del mal. Permanece fiel y firme en su misión; y al llegar el poder destructor, lo agarra con sus manos y lo clava en la cruz. Él muere mientras sus ovejas viven, ya lo había anunciado: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa… Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,11-15).
Yo daré mi vida por vosotros, no temáis ni os entristezcáis ante mi muerte. Así como me veréis morir, también me veréis volver a la vida. Estad firmes, perseverad, y seréis testigos de la salvación de Dios. Manteneos en mí aunque me veáis agonizar en la cruz. No os dejaré huérfanos, vuestros ojos lo verán y se alegrarán: “No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (Jn 14,18-20).