Fortalecidos por el Pan vivo

, Presbítero y Profesor de Historia del Arte
“La Carne es vida, fuerza del Dios débil,
historia desgranada, luz y barro,
su Sangre es el amor incorruptible
Humanidad divina, Dios donado.
En ti nuestra alabanza se derrama,
mirándote, Jesús Sacramentado:
oh diálogo de amor al corazón,
de flores y de espinas bello ramo.”
Decía San Juan Crisóstomo que debiéramos levantarnos al salir de la eucaristía con la fuerza de un león. A veces tan rápido, sí que parece que se diluyen algunas eucaristías con adolescentes, aunque San Juan, nos habla de otros bríos y fuerzas, de otras seguridades y confianzas: la fuerza de la gracia que hemos recibido. Por eso, nos puede venir a la mente la imagen contraria, la de aquellas personas entradas en experiencia y edad que al concluir la celebración, van saliendo en dulce tránsito, de saludos, de visita a los rincones de afecto espiritual en la Iglesia, encomendándose a sus amigos los santos, solicitando la fuerza necesaria para volver a la brega diaria. Y unos y otros salimos con la fuerza de un león… que debemos administrar.
Al inicio de esta pandemia en el mensaje de los obispos de España emitido por 13TV pudimos escuchar una llamada reiterada a reflexionar sobre la vulnerabilidad. No es uno de los términos más comunes en nuestro lenguaje coloquial, y sin embargo es una de las experiencias más comunes y primarias del ser humano: no sólo es que seamos débiles, seamos frágiles, limitados y finitos, sino que vivimos rodeados de una aparente seguridad que no podría hacer creer que somos fuertes, que solos ilimitados, que llevamos en nuestras manos las riendas del tiempo… y no es así. Vivimos tan protegidos de aparentes seguros que podemos olvidar que esas murallas no son inexpugnables, el drama del contagio de este virus es que ni siquiera se detecta su acoso. Su ataque, por más que se siga reflexionando sobre si se actuó políticamente y socialmente de modo responsables a las advertencias, nos demuestra que el ser humano no está provisto para detectar todos los ataques a su propia seguridad, no saltan siempre las alarmas, no se activan las defensas ni avisan los posibles sensores…
Escuchando el testimonio de personas que han sufrido el contagio nos dicen de modo inexplicable casi siempre, que no sabes cómo se contagiaron… somos vulnerables. Pero no quisiera insistir en ellos porque estos largos meses nos han dado ocasión para reflexionar sobre ello y ante la llegada del Espíritu Santo en este Pentecostés debemos afirmar la importancia de vivir el don de FORTALEZA. Sí, somos fuertes, no por ser más o ser muchos, o tener más destrezas, sólo por eso no somos fuertes. Somos fuertes, todo lo podemos porque a Alguien se le ha dado todo poder sobre cielo y tierra: a JESÚS.
En el día de la Ascensión celebrábamos la primera eucaristía dominical a puertas abiertas y la Palabra de Dios nos ayudaba a entender lo que la liturgia manifestaba en torno a la victoria compartida de dicha Solemnidad. Cristo, cabeza, asciende en poder y gloria. Su cuerpo, todos nosotros, somos partícipes de su victoria. El conocido lema olímpico: fortius, altius, vitus, no puede ser mejor ejemplificado que como Cristo lo realiza espiritualmente. Él es el más fuerte, el león de Judá, que ha vencido. Lo hace más alto, y no sólo en la categoría de los pódiums de este mundo, sube no tanto sobre nosotros, para dejarnos por debajo, en categoría inferior, sino que su ascenso apunta hacia su destino, ¿hacia dónde sube?: a la derecha del Padre desde donde ejerce todo poder sobre cielo y tierra. ¿Y lo hace “vitus”? ¿velozmente? La nube envidiosa de la que nos habla Fray Luis de León, podría certificarlo, desde luego en el relato de Hechos, parece que los Apóstoles pronto dejaron de verlo. (Giotto tiene en uno de sus ejemplos pictóricos una imagen que parece demostrarlo, ¡vaya impulso!).
La fortaleza de Cristo en su Ascensión nos remite a la fortaleza que trae el Espíritu en Pentecostés.
¿Cuáles son nuestras fortalezas?
El programa de análisis “Dafo”, nos recuerda la importancia de no ser sólo conscientes de nuestra vulnerabilidad y de los signos de nuestras debilidades. En primer lugar, como creyentes tendríamos que decir que en sí nuestra debilidad es la oportunidad de ser más fuertes. Nuestras fortalezas son la FORTALEZA DEL ESPÍRITU DE DIOS. En esta época de gimnasios y de gente cachas, podríamos creer que la fortaleza es una conquista personal alcanzada por un hábito. Pero la realidad nos demuestra que no siempre es así y que en este mundo la debilidad, la fragilidad del ser humano no se vence por haber logrado ningún incremento muscular. Es más, como nos recuerda Pablo, a diferencia de quienes son elegidos en los casting televisivos, Dios no ha elegido a los fuertes sino a los débiles de este mundo, somos de la “Comunidad de Corinto”, gracias a Dios. Es más podemos como Pablo releer en nuestra vida que: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13).”
Nos consuela la experiencia del propio Pablo cuando reconoce su vulnerabilidad en la que descubre su fortaleza: “Por este motivo tres veces rogué al Señor que lo alejase de mí (el aguijón). Pero él me dijo: ‘Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza’. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte.” (2Co 12, 8-9)
Por vía negativa en el ámbito psicológico y moral lo contrario a la fortaleza es la timidez, vestida del respeto humano que se manifiesta como el carácter acomodaticio que nos lleva a no definirnos ante los demás, a temer el qué dirán, a ser indiferentes o no implicarnos, argumentando razones de búsqueda de un bien mayor.
En la Vigilia Pascual actualizamos el cántico del pueblo liberado, al ser conscientes de que las aparentes victorias de la vida, han sido guiadas por Dios a quien cantamos: Mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Dios es el origen de la fortaleza que hemos necesitado para superar la dificultad en la que nadie nos podría haber fortalecido. La Vigilia de Pentecostés nos hace invocar: ¡Ven, Espíritu Santo, y derrama sobre nuestra carne débil el don de Fortaleza!
La fortaleza es el segundo de los dones del Espíritu, en ella radica la virtud moral que invocamos con el mismo nombre. La fortaleza en la vida ordinaria nos ayuda a superar las dificultades ordinarias. Pero para cumplir la voluntad de Dios frente a las contrariedades de la vida, necesitamos de este don. Así podemos resistir los envites de las propias pulsiones y las presiones de grupo en nuestros ambientes, superar la timidez o mitigar nuestra natural tendencia a la agresividad. El don del Espíritu de Dios no sólo nos ayuda en las dificultades que los otros nos originan, de la debilidad física. Tan necesaria es la ayuda de Dios ante la debilidad espiritual, la debilidad moral. San Juan Pablo II señalaba: “Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez”.
La historia del martirio cristiano nos testifica cómo en “la fragilidad se manifestó la fortaleza de la Pasión de Cristo”. Los Santos obraron sus retos y siempre más allá, como Francisco Javier, no por sus fuerzas, sólo por la fuerza de Dios. Imaginemos su tesón en aquel barco hacia Japón. En una de sus cartas decía que: «el remedio más seguro en estas ocasiones es confiar en Dios y no temer nada y el mayor mal que nos puede suceder es temer a los enemigos de Dios cuando luchamos por la causa de Dios».
Para solicitar este don, no hay mejor camino que el de la oración, el dominio personal y la mortificación. Sólo con el don de fortaleza se logran progresos en la vida espiritual. Decía Santa Teresa que «el alma que practicaba la oración con firme resolución de no dejarla nunca, había hecho ya la mitad del camino».
San Pablo describe la fortaleza de la fe cuando es movida por la fuerza del Espíritu Santo, así se pueden afrontar empresas grandes con sus gozos y aún sufrir otras mayores son sus dolores. Los frutos de la fortaleza son la longanimidad y la paciencia. Por la primera nos mantenemos en el esfuerzo en se constantes en alcanzar el fin que se espera y en la práctica del bien, y por la segunda, para no decaer como las vírgenes insensatas ante la tardanza de la victoria contra el mal.
Embrazados al escudo de la fe
Nos referíamos a la fortaleza de los santos. Ellos, como en la “aldea gala” encontraron el secreto para ser fuertes. Santa Clara, San Pascual Bailón abrazos a Cristo Eucaristía bendijeron la adversidad para salir victoriosos. Al inicio de este confinamiento vimos imágenes de algunos sacerdotes que emularon este gesto, aún a riesgo de la denuncia. En discernimiento, cada gesto ha de ser eclesial, y signo de la comunión de todos. El Señor ha estado con nosotros, alineados a las posibilidades que la legislación nos ha permitido hemos podido desarrollar formas de hacer llegar la imagen del Señor vivo en la Eucaristía, a los fieles. ¿Se ha sido demasiado prudente? ¿O se ha vencido la tentación de los particularismos de escaso discernimiento común? Ambas cosas necesitan su equilibrio. Cada signo tiene su sentido y su momento.
La devoción a la presencia de Cristo eucaristía y su manifestación en la custodia, ha tenido una larga tradición entre nosotros, como un signo de recibir la fortaleza: recibir la bendición con el Santísimo y ante todo comulgar a Cristo mismo. Y no es una sólo una tradición recibida, el Papa Francisco en su mensaje al Congreso Eucarístico de Manila recordaba en este sentido: “…Aprendemos que la Eucaristía no es sólo es una recompensa para los buenos, sino también la fortaleza para los débiles y pecadores. Es el perdón y el sustento que nos ayuda en nuestro camino… Hoy todos los seres humanos en el mundo necesitan alimento. Y este alimento no es solo el que sirve para satisfacer el hambre física. Hay otras hambres -de amor, de inmortalidad de la vida, de afecto, de ser cuidado, de perdón, de misericordia. Esta hambre puede ser saciada solo por el pan que viene de las alturas. Jesús mismo es el Pan vivo que da la vida al mundo… La Eucaristía no termina con la participación en el pan y la sangre del Señor. Nos lleva a la solidaridad con los demás. La comunión con el Señor es necesariamente una comunión con nuestros hermanos y hermanas. Y, por tanto, el que se nutre del cuerpo y la sangre de Cristo no puede permanecer impasible cuando ve que sus hermanos sufren la miseria y el hambre. Los alimentados por la Eucaristía estamos llamados a llevar la alegría del Evangelio a aquellos que no lo han recibido. Fortalecidos por el Pan vivo estamos llamados a llevar esperanza a los que viven en las tinieblas y en la desesperación”.
La tradición franciscana recuerda dos ejemplos de esta fortaleza: Santa Clara y San Pascual Bailón. Dos titularidades dos Parroquias en la Iglesia de Valladolid. En dos barrios distintos, en dos conjuntos arquitectónicos de dos momentos separados diametralmente en la historia del urbanismo de la ciudad, recuerdan a dos santos abrazados a la Custodia. Aunque la iconografía de Santa Clara, no se ajuste quizá del todo a lo que eran las custodias del momento, entendemos lo que significa como gesto. Las Madres Clarisas de Belorado veneran una imagen contemporánea de la Santa que porta un ostensorio al uso de la época, no una custodia barroca, anacrónica con los hechos que pudieron suceder en Asís, cuando la población recurrió al amparo de la Santa para que ésta portando al Señor detuviera el ataque imprevisto de los sarracenos… (la revisión histórica del hecho es más que conocida) pero la importancia de este gesto, no está en la historicidad de la amenaza, pudieron ser unos u otros enemigos de la ciudad de Asís, sino en el recurso de defensa: el Pan de la Fortaleza.
San Pascual Bailón es uno de los ejemplos de la hagiografía de amor a la eucaristía. De origen humilde, nació en 1540 en Torrehermosa (Zaragoza) en el hogar de padres campesinos. Según la tradición aprendió a escribir y leer con los textos de la Escritura. Se trasladó a Monforte del Cid (Alicante) y allí trabajaba pastoreando. Un día se le apareció el Santísimo en visión mística y cambió de vida ingresando en el convento franciscano de Nuestra Señora de Orito, profesando en 1565 como lego. Enviado a Francia a pesar de su limitada formación rebatía a los herejes que negaban la presencia de Cristo en la Eucaristía, con sus sencillas palabras y su manifiesto amor al Santísimo. La tradición nos ha transmitido milagros recurrentes en otros santos franciscanos: San Diego de Alcalá, San Pedro Regalad, ofreciendo pan a los pobres. Murió en 1592 en el convento de Villarreal. La tradición refiere que estando de cuerpo presente en su misa de réquiem, abrió los ojos al pasar su féretro ante el Santísimo.
Pedro de Mena talló la imagen del santo en 1670, en el contexto de promoción del proceso de canonización que sucedió en 1690. Mena lo representa joven, casi semeja un novicio, de porte grácil y a la vez gallardo. Sostiene la custodia ofreciéndola a la Adoración. Dispone la figura de pie y erguido. La mano derecha apoya suavemente en el pecho en acto de contrición. La rigidez del tosco hábito alcantarino se anima con la postura de los brazos, de la cabeza y de la pierna derecha, asomando el pie por debajo del hábito, como suele hacer en imágenes franciscanas.
La imagen pertenecía a un convento femenino de la Orden que fue desamortizado en 1868. Ante el abandono, el sacristán de la Catedral la depositó en una de las Capillas, en donde hoy se venera.
El contexto en que celebraremos este año el Corpus limitará las tradicionales muestras de afecto y veneración litúrgica a Cristo presente en la Eucaristía. Nuestras iglesias abiertas nos posibilitan acercarnos al fin a su presencia. Seamos creativos para manifestar nuestro amor a Cristo, serán otras las expresiones pero ha de ser el mismo amor. Os invito a hacer vuestros estos versos:
“Jesús amado, luz de caminantes,
reposo de la esposa en tu regazo,
Jesús, mi Dios de todo gozo y esperanza,
bendito en la Custodia que hoy portamos.
Que sea nuestra vida altar purísimo
y tú la ofrenda y don de todo agrado,
y el Padre en ti nos mire complacido y
en ti a todos nos una en un abrazo. Amén.”