El talento
| Aquella mañana no tenía nada urgente que hacer. Decidió dedicar las horas a lo que le hacía sentirse feliz: se sentó correctamente ante su piano, acarició las teclas una a una despertándolas de su sueño -se había convertido ya en un ritual de encuentro entre los dos- y estuvo practicando unas cuantas piezas de su repertorio para agilizar sus dedos.
Mientras tanto, por la calle caminaba pensativo un joven sacerdote que, al escuchar la bella melodía de un piano, dejó en blanco su pensamiento mientras se dejaba invadir por las notas que cada vez sonaban más cercanas. Al llegar al lugar de donde procedía la música gritó:
– ¡Hola, preciosa música! ¿La has creado tú?
El pianista ignoró la pregunta, mejor dicho, no la escuchó debido al grado de concentración en el que entraba cada vez que tocaba. Cuando terminó la pieza, el sacerdote, desde la calle, aprovechó para alzar de nuevo la voz y seguir preguntando:
– ¡Realmente exquisita! ¿Cómo te llamas?
Sorprendido por la voz, se acercó hasta el balcón para descubrir de quién se trataba.
– Perdona que te molestara, pero me ha cautivado tu música –dijo la voz desde la calle.
– ¡Pues muchas gracias! Soy Andrés. Uno intenta hacer las cosas con pasión.
– Quizás es un atrevimiento -continuó el sacerdote- pero ¿te gustaría tocar en un concierto?
– ¡Sí, claro! Pero, espera, viniendo de ti… tu ropa… me estoy haciendo una idea del tipo de concierto que me estás ofreciendo y, la verdad, no me interesa. Quiero triunfar en la vida y no que se me encasillen en ese tipo de música.
Gabriel, el joven sacerdote, no pudo disimular su incomodidad y echó a andar despacio para alejarse mientras decía:
– Un talento tienes que debes proteger. Dios te lo ha dado. Sigue practicando y ojalá llegues a ese éxito merecido. Pero nunca juzgues ni evites una oportunidad.
Andrés se dio cuenta de su falta de empatía, pues era una buena persona y, cabizbajo, cerró las puertas del balcón y se volvió a sentar ante el piano. Recorrió este con una pieza triste, al tiempo que pensaba para sí que realmente tenía talento. Pero si lo tenía no era por un regalo de Dios, sino por los muchos años que había estado trabajando en ello y sacrificándose mientras sus amigos salían por ahí a divertirse. La disciplina dura que le habían impuesto en casa y en el conservatorio tenía que llevarle a la fama, aunque bien sabía que muchos grandes músicos no habían podido triunfar y su talento había quedado relegado al interior de sus casas o, incluso, al olvido.
A la mañana siguiente, Andrés volvía por la misma calle, pero esta vez no sonaba la melodía de ayer. Se fijó en el balcón y vio la figura de Andrés que parecía esperarle.
– ¡Buenos días! –dijeron ambos a la vez. Y continuaron con una alegre carcajada, quizás para evitar el apuro con el que se habían quedado el día anterior.
Andrés explicó su teoría sobre su esfuerzo y su talento, quedando satisfecho ante la escucha atenta de Gabriel.
– Y bueno, quizás ayer me pasé un poco, pero no creo que el arte se deba limitar a un grupo solo –dijo.
– Es cierto lo que dices –continuó Gabriel: “tu trabajo te ha costado”. Pero no me negarás que hay mucha gente que, a pesar de su esfuerzo, puede tocar un instrumento pero no transmitir música. Eso, que es lo que tú haces, es el talento y eso solo puede venir de la mano de tu Creador. ¡Si no, imagínate la cantidad de artistas que existirían! Lo que tú consigues con tu música es de gran valor y es un don que hay que saber gobernar. Por eso repito mi pregunta: ¿Quieres tocar en un concierto?
Andrés meditó por un momento, al fin y al cabo, nadie más le había propuesto tocar en ningún otro lado. Y sus amigos… no tendrían por qué enterarse, así evitaría que se burlasen de él.
– Ah, y si tienes miedo de las críticas y las burlas, recuerda que el mejor de los Hombres fue burlado y humillado, pero acabamos de celebrar su Reinado.
Andrés se sorprendió, parecía que Gabriel conocía todos sus pensamientos… Así que aceptó, no tenía nada que perder. Acordaron el lugar y la hora y allí se presentó con su mejor traje y sus partituras.
Comenzó el concierto y el joven pianista dejó que el martilleo de las teclas le recordara su esfuerzo, su talento, su música, su Dios… Poco a poco se dejó inundar por la ovación del público hasta que, por fin, pudo escuchar en su interior: TODO ES DON.
Jamás hubiese imaginado la felicidad que ese encuentro le proporcionó. Siguió tocando en más conciertos y pudo invitar, sin miedo al qué dirán, a todos sus amigos que le siguieron en todos los éxitos que la vida le había preparado. Porque si algo aprendió en esos días es que Dios da un talento a cada uno que no se debe esconder, sino ofrecer sin medidas ni condiciones para el bien de la humanidad. Y ya la vida te dará su mejor ovación.