El templo

Vidriera

Ana Isabel Carballo | En una pequeña región del norte existía un soberano bueno, devoto y admirado por todo su pueblo. Un día decidió ofrecer a Dios el mejor lugar de su reinado. Para ello ordenó crear un templo junto a su palacio, pero para que destacara más que este, se propuso decorarlo a su alrededor con flores de hermosos colores y fuertes aromas, con grandes árboles donde una gran variedad de aves anidaran en sus ramas y, por último, mandó colgar por todo el templo infinidad de cristales de todos los tamaños y colores. De tal forma que, cuando el viento soplaba, las cristalillos producían la más hermosa de las melodías que inundaban el lugar y el sol provocaba en ellos una fiesta de colores inolvidable.

Sin embargo, este pensamiento del rey no era compartido por todo el pueblo, pues el estruendo de los cristales cuando arreciaba el viento o llovía con fuerza, se convertía para todos en motivo de irritación. Hasta tal punto llegó a ser molesto el sonido, que provocó entre los habitantes infinidad de enfrentamientos que terminaban con la muerte de alguien.

Conscientes de lo que estaba sucediendo, los consejeros del rey propusieron descolgar todos los cristales y enterrarlos bajo tierra para que su tintineo no se escuchase jamás. El rey, entristecido por la pérdida de aquellos bellos cristales, accedió por el bien de su pueblo. Pero todas las mañanas aseguraba que nunca jamás había dejado de escuchar el sonido de aquellos y aún aseguraba que su sonar era ahora aún más perfecto.

Con el tiempo se creó la leyenda de que solamente un buen soberano leal a su pueblo, podría llegar a oír el sonido de aquellos cristalillos enterrados bajo tierra. El rey que ya tenía una edad avanzada y sabiendo que no tenía descendencia, decidió hacer real aquella leyenda que circulaba por aquellas tierras. De tal forma que envió a todos los reinos el mensaje siguiente: “Aquel joven que sea capaz de escuchar el sonido de los cristales de mi templo, se convertirá en el heredero de mi reino”.

Así fue como aquel lugar se convirtió en el más visitado por todos los jóvenes del mundo. Algunos esperaban unos días, otros enseguida cesaban en su empeño. Pero cuando alguien les preguntaba si habían escuchado algo, las respuestas eran siempre las mismas:

– Imposible, el hermoso color de las flores distraía mis sentidos y no podía oír nada.

– Pues yo solo podía escuchar el maravilloso canto de los pájaros, pero no pude apreciar ningún tintineo de cristal –contestaba otro.

El rey, que observaba cada día el ir y venir de los jóvenes, se fijó especialmente en uno. Habían pasado ya seis meses y aquel joven no había abandonado todavía el lugar en espera de poder oír algo. Había probado todo tipo de posturas y lugares alrededor del templo, pero al igual que los demás, los pájaros y las flores invadían sus sentidos sin dejarle concentrase en nada más. Hizo todos los intentos posibles por alejar el sonido de los pájaros o el olor de las flores, concentrándose unas veces en uno, otras en otro, otras incluso intentado evitar cualquiera de los dos… pero todo fue en vano.

Como le había caído en gracia, el rey se acercó al joven y con su sabiduría le susurró al oído:

– Escucha el canto de los pájaros y escucharás el sonido del cristal. Mira atentamente las flores y verás a Dios. Si admiras la naturaleza encontrarás su Voz.

El joven atónito ante las palabras del rey, se acercó un poco más al templo, cerró los ojos y se dejó envolver por el olor de las flores. Después los abrió lentamente y sintió como el color de cada una inundaba su espíritu al tiempo que el canto de los pájaros le iba llenando de una paz inmensa. Ahora no había puesto ninguna resistencia, al contrario, su corazón había logrado crear un profundo silencio y, en esa tranquilidad, el sonido de los pájaros empezó a confundirse con un tintineo hermoso, como si de un acompañamiento orquestal se tratase. El sonido de ambos –cristales y pájaros– era cada vez más perfecto.

Su espíritu se llenó de alegría y, sin dudarlo, se acercó al rey para expresarle su descubrimiento. Este, feliz de haber encontrado un sucesor, lo abrazó y le entregó su corona como había prometido. El joven rehusó tal derecho al tiempo que decía:

– No es ser rey lo que deseo ahora, sino contemplar la creación día tras día para encontrar a Dios en mi corazón. ¡Ese será desde ahora mi reinado!

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