El sombrero (regalar la vida)

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Fotografía: liz west (Creative Commons)

Ana Isabel Carballo Vázquez | Aquella mañana Roberto se encontraba inmerso en su rutina diaria. Llevaba un tiempo cansado, realmente cansado de gastarse y desgastarse por los demás. El fuego interior que le movía desde que había sido ordenado sacerdote se había ido apagando. Su entusiasmo se había moderado en espera de…

– No sé, padre Rafael, ¿un reconocimiento especial por haber dejado mi vida por esas personas?
– ¿Es el éxito lo que buscas, Roberto? ¿Para eso te ha llamado Dios? ¿No era más bien hacer un pedacito de Cielo aquí en la tierra? –preguntó Rafael.
– Dios me ha llamado a vivir mi vida por ellos, sí, pero no se dan cuenta de que es parte de mi vida la que he perdido –contestó abatido Roberto.
– Escucha, Roberto: hace mucho tiempo conocí a una hermosa niña llamada Victoria. Sus graciosos rizos rubios sobre sus hermosos ojos llenos de vida traían una alegría especial a todo aquel que la conocía.

Cuando su abuelita murió, su madre le regaló el sobrero que aquella anciana había llevado durante años sobre sus cabellos grises y alborotados. Victoria era feliz con su sombrero de paja adornado con una cinta roja que colgaba tras una gran lazada. Lo llevaba a todas partes, hiciera sol o lloviera y nadie podía convencerla de que se lo quitara ni por un instante. No solo era el valor sentimental lo que le había llevado a usarlo en todo momento, sino que había pasado a ser una parte de su vida.

Un día de mucho viento paseaba por la calle cuando una ráfaga le robó su sombrero. Salió corriendo tras él, pero el aire hizo que se elevara a una altura imposible para Victoria. Lo siguió por varias calles hasta que el azul del cielo permitió que desapareciera por completo. Desde aquel día Victoria empezó a sentirse realmente triste, hasta el punto de casi enfermar. Ya no quería salir a la calle, ni fijarse en ese cielo que le había robado una parte de sí. Había perdido lo que le pertenecía, el recuerdo, la ilusión.

Su madre, preocupada por su estado de ánimo, decidió llevarla aun a regañadientes por todas las calles de la ciudad. Casi a rastras tras su madre, Victoria comenzó a fijarse en todas las cosas que desde hacía meses había dejado de mirar. De repente paró en seco. Sus bellos ojos se abrieron de par en par y sus dorados rizos comenzaron un acompasado baile al son de la carrera que había comenzado. ¡Allí estaba su sombrero! Reconoció desde lejos el lazo rojo que su abuela le había puesto. Y bajo ese sombrero se encontró con una carita dulce y más pequeña que ella, con una mirada llena de hambre y unos mofletes sucios como su ropita harapienta.

Victoria se acercó a la niña y le preguntó:
– ¿Dónde has encontrado ese sombrero? Es mío, mi abuela me lo dejó cuando se marchó, pero hace meses que el viento me lo robó.
– ¡El cielo me lo ha regalado! Yo estaba sentadita con mi papá pidiendo dinero para comer y vino volando hasta donde yo estaba. Levanté la cabeza, no vi a nadie que le importara perderlo, tenía frío y me lo puse. Y como me vi muy guapa con él, le pregunté a papá si me lo podía quedar y me dijo que sí. Y, ¿sabes?, desde ese día no me lo quito de la cabeza. Pero… si es tuyo y lo quieres, yo te lo devuelvo…

Victoria observó a la pequeña, su ropa, su cara, sus manos y ¡lo bien que le sentaba el sombrero! Así que con una gran sonrisa se acercó a ella, la abrazó y le dijo:
– Quédatelo, ahora yo te lo regalo.

Mientras regresaba a casa mantuvo esa sonrisa que se le había quedado marcada en el rostro. Sus pasos se habían hecho muy ligeros y ahora era ella la que tenía que ir tirando de su madre. Al llegar, su madre que había observado todo en silencio le preguntó sin comprenderlo bien:
– Victoria, ¿por qué cuando has perdido tu sombrero fuiste la persona más triste de la ciudad y ahora, que podías recuperarlo y no lo has hecho, eres tan feliz?
– No es lo mismo perder un sombrero que regalarlo –contestó convencida Victoria.

¡Y ESTO ES, QUERIDO ROBERTO, TU PROPIA VIDA! –gritó Rafael saliendo de esa atmósfera que la historia había creado. Y prosiguió: el sombrero es tu fe, que has dejado que una ráfaga de viento se llevara y a la que no has sabido sostener, a pesar de que siempre había encajado a la perfección en tu vida. La pequeña vagabunda son todos los hermanos que Dios quiso poner a tu cuidado, en tus manos. El lazo rojo es la sangre de Cristo derramada por ti, por tu amor, que siempre ha estado rodeando y atando tus días, uno a uno. Y Victoria representa tu vida en la que nunca más serás feliz hasta que no te des cuenta de que “NO ES LO MISMO PERDER LA VIDA QUE REGALARLA”.

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