El relojero
| En aquella hermosa ciudad de Suiza trabajaba un afamado relojero con la barba ya cana y los anteojos sobre la punta de su nariz escurridiza, fijos los ojos en la minuciosa precisión de su trabajo. Pero podríamos preguntarnos cómo llegó a adquirir tal fama y por qué los hombres lucían orgullosos el reloj comprado a aquel pequeño y sabio relojero. Para ello tenemos que remontarnos a la época en que el ahora maestro relojero se adentraba en el maravilloso mundo de la relojería.
Por aquel entonces, nuestro hombre tenía tres hijos. Cada uno con su forma de ser, como es habitual, pero los tres valientes e intrépidos. El relojero buscaba entonces la manera de dar el tiempo justo en sus relojes mas no había conseguido esa perfección: unos atrasaban, otros adelantaban, otros se paraban… Por esta razón, una noche decidió hablar con sus hijos para enviarlos al día siguiente a una misión:
– Hijos míos, –dijo el relojero– temo no llegar nunca a alcanzar la perfección que tanto ansío para que el mundo encuentre su momento exacto. Por esta razón he decidido daros un reloj a cada uno que os acompañará en vuestro caminar. Dentro de un año nos encontraremos de nuevo y el tiempo nos hablará de vuestros logros y fracasos. Sé que no todo va a ser fácil en cada momento, pero recordad que yo siempre estaré aquí para consolaros.
Los jóvenes recogieron sus cosas y se prepararon para salir según empezaba a amanecer. Cada uno cogió su reloj, los sincronizaron y se despidieron de su padre hasta el año siguiente tomando cada uno su propio camino.
El hermano mayor se dirigió a la batalla que se estaba luchando unos países más allá. La empresa que su padre le había encomendado era luchar con valentía y nunca desfallecer por el cansancio. Comenzó, pues, a acelerar su paso para llegar cuanto antes a su cometido. Cada vez que miraba el reloj, aceleraba más el paso como si los minutos no le fuesen a alcanzar. Se empezó a preocupar por cómo acabaría esa batalla, si ganaría, si llegaría hasta el final o si moriría en ella. Tal fue su preocupación por el final de esa guerra, tal su mirar una y otra vez la hora y tal su incrementar la velocidad de sus zancadas, que cuando se dio cuenta se había pasado de país y había dejado atrás la batalla. Pero ahora ya no podía volver atrás, el tiempo se había acabado y debía regresar junto a su padre sin haber cumplido su misión.
Al hermano pequeño se le encomendó recoger todos los frutos que se iba encontrando por el camino y repartirlos entre los más necesitados. Se puso entonces en camino, miró su reloj y, viendo que aún tenía mucho tiempo, exclamó:
– Tengo todavía muchas horas para alcanzar mi cometido, los frutos aún no han madurado en los árboles, así que me detendré y descansaré bajo uno de ellos.
Así hizo, se sentó bajo un árbol y esperó a que pasara el tiempo. Cada vez que miraba el reloj le parecía que el tiempo era aún más y más largo. Incómodo ya por tanta espera, comenzó a pensar en todo lo bueno que había tenido junto a su padre y sus hermanos, sus días felices del pasado y todo lo que había perdido con esta solitaria empresa. Ahogado en estos pensamientos del pasado, decidió levantarse y comenzar la recogida de los frutos. Cada vez que llegaba a un árbol, veía la fruta caída en el suelo pues ya había madurado en exceso y su propio peso y podredumbre había provocado su caída. Al ver que a todos los árboles les ocurría lo mismo, miró su reloj y vio alarmado que había gastado todo su tiempo en esos pensamientos, por lo que ahora debía regresar junto a su padre sin más demora y sin tener su misión cumplida.
El tercer hermano, el más débil de los tres, fue instruido simplemente para dar amor allí por donde pasara, sin más preocupación que la caridad y la alegría. Él debía seguir los pasos de sus hermanos y así fue como este joven, con una gran sonrisa en sus labios, comenzó su camino siguiendo, en primer lugar, a su hermano mayor. Pero de esta vez no tuvo tanta prisa como él y, aunque no peleó en la batalla, llegó hasta donde estaban los heridos y moribundos, cuidó sus heridas y repartió su alegría entre ellos para hacerles olvidar por un momento el dolor. Mientras se dirigía a la batalla, fue recogiendo a tiempo y sin demora los frutos maduros que colgaban aún de los árboles y los repartió entre las gentes más necesitadas de los pueblos, celebrando con todos ellos la mejor de sus sonrisas. Cuando miró el reloj, vio que era la hora exacta en la que debía regresar junto a su padre y sus hermanos y así lo hizo, satisfecho de haber cumplido su misión.
Cuando los tres llegaron a la casa y tras los grandes y cariñosos abrazos de su padre, este les habló impaciente:
– ¡Dejadme ver vuestros relojes!
– Aquí tienes, padre, –respondió con prontitud el hermano mayor– no he conseguido realizar lo que habías pensado para mí, pues mi impaciencia aceleró mi vida sin darme cuenta de lo que dejaba atrás.
– ¡Razón tienes! –exclamó el padre– pues tu reloj está adelantado. No te has dejado guiar por él y has provocado que él se adelantara para poder seguirte a ti y no abandonarte. Te preocupaba más el futuro, tu porvenir, tus logros y has olvidado que yo te había mandado vivir el presente, pues el futuro ya llegará con sus preocupaciones.
El hermano pequeño acercó el reloj a su padre y dijo
– Padre, yo no he corrido un solo momento en mi camino, me he mantenido en calma y he hecho las cosas con pausa, sin embargo, tampoco he podido realizar la empresa que me habías encomendado.
– Hijo mío, –respondió el padre– tu reloj se ha vuelto torpe y lento, por eso atrasa. Te has parado en tu camino pensando en todo lo que habías perdido del pasado y no te has fijado en todo lo que tenías de bueno en el presente. Te has dejado vencer por las preocupaciones del ayer mientras tu presente se esfumaba sin darte cuenta que todo lo que necesitas en este momento yo te lo he proporcionado siempre.
A continuación, dirigiendo su mirada a su tercer hijo dijo:
– ¿Y qué ha dicho tu reloj de ti? ¿Has cumplido la misión que yo te encomendé?
– Míralo tú mismo, padre –sonrió el joven. Mi trabajo no ha sido fácil, he visto mucho dolor y mucha hambre por mi camino. Era difícil mantener una sonrisa donde solo había lágrimas, pero recibir como moneda de cambio otra sonrisa agradecida me animó a seguir luchando por terminar la empresa que me habías pedido.
– ¡Por fin lo hemos conseguido! –exclamó de alegría el padre. Hijo mío, has podido controlar tu tiempo y tu reloj no atrasa ni adelanta. Te has preocupado por tu presente sin mirar atrás y sin prisa por terminar en un futuro tu cometido. Has empleado el tiempo suficiente para tu vida y si más tuvieres más emplearías, pero tu tiempo se había cumplido y dejaste que otros hermanos terminaran tu labor. Has confiado en mis palabras y en mi sabiduría y aquí estás presentando tu trabajo con las manos vacías y el corazón lleno de amor.
Desde aquel entonces todos los hombres admiraron al anciano y a sus hijos pues habían llegado a conocer la manera de dar el tiempo con exactitud y, no solo eso, sino que les habían enseñado a aprovechar el tiempo para ofrecer su vida a los demás.