El poblado

Poblado

Ana Isabel Carballo | Todas las mañanas Raúl subía al poblado que quedaba a hora y media de su pequeña iglesia. Recorría ese camino casi desértico andando, pues no había otra forma de acceder a él. El puente colgante que separaba la civilización de ese recóndito lugar se hacía cada vez más inseguro, pero una fuerza inexplicable impulsaba a Raúl a arriesgar su vida por aquella buena gente. De todos era conocida la felicidad que desbordaba de su rostro y de cómo esa felicidad era aún mayor al hacer el camino de vuelta sabiendo que había dejado un poquito más de su corazón en aquel lugar.

La alegría de Raúl llegó a oídos de un grupo de asesinos que dominaban a la fuerza a los hombres de un lado y de otro del río. La agresividad y violencia sin escrúpulos de aquel grupo hacía temer por sus vidas por lo que accedían a todos sus excesos sin apenas recursos, resultando así una vida en la miseria.

Un día el jefe de aquellos asesinos, envidioso por conseguir la felicidad de Raúl, decidió apresar al joven sacerdote y arrancar de él todo eso que le daba la felicidad: su constante oración y su caridad en el poblado.

En uno de los días en que Raúl se acercaba al puente, aquellos hombres se abalanzaron sobre él, cogieron un machete y de un golpe seco le amputaron las dos manos. Lo dejaron allí tirado desangrándose y salieron corriendo. Del otro lado del puente, unos jóvenes salieron en su ayuda. Todo el poblado hizo lo imposible por salvar a Raúl y este permaneció dos meses junto a ellos hasta su recuperación.

Pronto volvió a su rutina: por las mañanas caminaba hora y media para ayudar a su gente mientras oraba silenciosamente bajo el calor del sol; reunía a los jóvenes y pequeños alrededor de la fuente que él les había ayudado a construir y allí les contaba las más maravillosas historias de un Dios que había venido a salvarles. No tenía manos para ayudarles, no, pero los dos jóvenes que le habían rescatado se habían convertido en sus manos y daba gracias a Dios de que su mutilación, lejos de abandonarlo a su suerte, hubiera dado dos nuevas vidas llenas del Espíritu Santo. De ahí que su alegría fuera aún mayor que cuando era un hombre sano.

Al enterarse el jefe de los criminales de que aún seguía vivo, ordenó que lo siguieran y observaran qué hacía para ser tan feliz. El primer hombre que lo siguió volvió a su jefe con la noticia de que dos jóvenes le acompañaban fielmente y, sin decirles nada, ayudaban a los demás de la misma manera que Raúl lo había hecho con ellos. Él ya tenía jóvenes a su servicio mas la felicidad seguía sin entrar en su vida por lo que mandó a un segundo hombre. Este descubrió que Raúl, lejos de imponerse a los demás, respondía a cada uno con un gesto de amor, que escuchaba a los demás sin importarle que su vida se agotase, que aconsejaba a todos con las palabras exactas y, lo más importante, al finalizar la mañana juntaba a todo el poblado bajo la luz del sol y les contaba hermosas historias.

Al oír esto, el jefe de los asesinos montó en cólera y decidió ser él mismo el que descubriera la verdad de Raúl. Se acercó a él y le inquirió:

– Te hemos hecho un daño feroz sin tú habernos hecho nada, te hemos demostrado que tu Dios te abandonó en esos momentos. Y tú, sin manos, ¿quieres seguir ayudando a los demás?

– Me has amputado las manos, pero no has podido amputar mi amor a los demás ni la fuerza que me empuja, pues esos no me los dan mis manos sino el Amor de Dios que habita en mí.

– Ya no puedes orar como antes, tus manos no pueden juntarse ¿y tú sigues creyendo en él? –replicó furioso el asesino.

– No son mis manos las que oran, ni estas rezan a un Dios en una imagen bella sino que es mi vida entera la que ora a un Dios encarnado en todos mis hermanos. Por eso tu violencia no me ha ofendido. Mi Dios no me ha abandonado, pues todo el poblado me ha devuelto el Amor del Padre.

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