El imaginero

Cinceles
Fotografía: Iglesia en Valladolid (Creative Commons)

Ana Isabel Carballo | Mirar a su alrededor era mirar a la destrucción de muchas vidas llenas de ilusiones y esperanzas. El eco de las bombas, el silbido de las balas y el martillear de ametralladoras paralizaba a aquellos jóvenes que no querían sino que todo terminase. De entre ellos, uno saltó valeroso en busca del fin de un conflicto sin sentido, pero no había recorrido ni tres metros cuando la metralla de una de las bombas le alcanzó.

Le dieron la noticia cuando despertó en el hospital de campaña: sus ojos habían perdido la visión y el daño era irreversible. El joven sintió de nuevo el estallido de la bomba en su interior, pero ahora no era más que el estallido de su corazón en pedazos.

Una mañana empezó a escuchar una voz suave, tranquila, madura. No sabía cuánta gente había en aquella sala, pero estaba seguro de que había unas cuantas personas. No conocía a nadie allí por lo que no había reparado en que alguien pudiera estar hablando con él. Agudizó su oído y descubrió que esa voz se dirigía solo a él. Sin embargo, él no tenía interés ninguno en hablar con nadie.

Aquella voz volvió a llamar su atención:
– Joven, ¿a qué se dedicaba usted antes del accidente?

El joven no contestó a la pregunta, se removió entre las sábanas y dejó que el anciano contara la historia del ciego de Betsaida: “Tomando al ciego de la mano, lo sacó fuera del pueblo y, tas untarle saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: “¿Ves algo?”… (Mt 8, 22-26). El anciano continuó hablando y concluyó diciendo: “Para ver una cosa uno debe alejarse de ella, sólo cuando nos alejamos de las situaciones las podemos ver”. Se hizo un pequeño silencio y el anciano volvió a preguntar:
– Joven, ¿a qué se dedicaba usted antes del accidente?

El joven volvió a rehusar la pregunta, clavó su mirada al techo y las lágrimas humedecieron la venda que aún tenía puesta sobre los ojos. El anciano tomando la palabra del Evangelio dijo: “Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. […] El Señor dijo: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y os habría obedecido”… (Lc 17, 1-6). Y el anciano concluyó sus palabras diciendo: “Basta tener una fe así de pequeña, pero verdadera y sincera, para hacer cosas humanamente imposibles”. Y por tercera vez el anciano preguntó:
– Joven, ¿a qué se dedicaba usted antes del accidente?

El joven rompió su silencio y le dijo:
– Hace tiempo que me dedicaba a la talla de imágenes sagradas, pero ahora mis manos inútilmente modelarán la belleza de nuestra Madre. Mis ojos secos no podrán dar más luz ni color a sus mantos y la seguridad de mis dedos al tallarla quedará reducida a un movimiento torpe e inseguro.
– ¿Alguna vez has tenido a la Virgen de modelo o ha sido tu fe y tu corazón la que le han dado forma y belleza? –le interrumpió el anciano-. No son tus manos las que modelan sino tu corazón que ora a la Madre. No son tus ojos los que consiguen la belleza, sino tu fe que puede describirla en imagen. Confía y deja que tus manos trabajen.

Durante días el anciano se acercó al joven para transmitirle su sabiduría. Y este fue transformando su tristeza en una gran fe y confianza. Poco tiempo antes de que el joven recibiera el alta, el anciano le preguntó:
– Joven, ¿a qué se dedicará usted después del accidente?

Cuando el joven llegó a su taller cogió un tronco de madera, comenzó a tallarlo e hizo la imagen de la Virgen más hermosa que habían visto por aquel lugar. Desde entonces todo el mundo vino a encargarle al “Maestro con los ojos en el corazón” alguna obra de imaginería para adornar sus iglesias y sus casas.

Y del anciano de la voz suave, tranquila y madura nunca se volvió a oír hablar, pero en el corazón del joven permaneció toda su vida.

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