Corazón de Jesús, hecho obediente hasta la muerte

Capilla del Centro hospitalario Benito Menni (Valladolid) | M. I. Rupnik
| Al entrar en el mundo, la primera palabra que Cristo dice es: «He aquí que vengo… a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,7). Al dejar esta tierra Cristo clama desde la cruz: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Llenando el arco entre estas primera y última palabra de Cristo encontramos la trama vital de su existencia: multitud de expresiones hacen ver el ser de Cristo, su entraña más profunda, su Corazón, como obediencia al Padre: «Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en las cosa de mi Padre?» (Lc 2,49); «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4,34); «He bajado del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6,38); «No se haga como yo quiero, sino como tú» (Mt 26,42; Lc 22,42). San Pablo recoge el movimiento obediencial de Cristo desde su despojo en la Encarnación hasta su muerte en cruz: «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
Muy bien lo expresaba san Juan Pablo II, al comentar esta letanía: «¡’Obediencia’ es el nuevo nombre del ‘amor’!». El «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10) del Padrenuestro no es más que la prolongación para nosotros de lo que Cristo vive en su Corazón.
«El Hijo se adhiere plenamente al proyecto del Padre, que quiere la salvación del hombre mediante el hombre: en la ‘plenitud de los tiempos’ nace de la Virgen Madre (cf. Gál 4,4) con un corazón obediente, para reparar el daño causado al género humano por el corazón desobediente de los primeros padres» (…) «Al alba, al mediodía y al atardecer de la vida de Jesús, late en su Corazón un solo deseo: hacer la voluntad del Padre. Al contemplar esta vida, unificada por la obediencia filial al Padre, comprendemos la palabra del Apóstol: ‘Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos’ (Rom 5,19), y la otra, misteriosa y profunda, de la Carta a los Hebreos: ‘Aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia: y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen’ (5,8-9)» (Juan Pablo II, Ángelus, 23 de julio de 1989).
El Corazón de Cristo, a través de su obediencia, causa la redención de la humanidad. Fue la desobediencia del primer Adán la que introdujo a la humanidad en la lejanía de Dios. Ahora Cristo desanda ese camino de desobediencia (el pecado original) y posibilita que la humanidad se enderece por medio de él, de su obediencia. A partir de ahora la adhesión de fe personal a Cristo redentor obediente procurará la redención del hombre. La fe es obediencia de amor al Redentor que ha abierto de nuevos los cielos al hombre. «He aquí que vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad… En virtud de esta voluntad, nosotros somos santificados, una vez por todas, por medio de la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,9-10). Isaías había y anunciado la ley divina en el corazón del Siervo de Yahvé: «Lo quiero, Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón». Jeremías, por su parte, también había vaticinado la ley en el corazón nuevo, en el Corazón de Cristo: «Pondré mi ley en su corazón y la grabaré en su mente» (Jer 31,33).
San Paulino de Nola canta así, en el himno a la cruz de Cristo, la obediencia de Cristo hasta la muerte:
«Ahora me dirijo a ti, venerable cruz de Dios, y con tu alabanza voy a concluir mis palabras de agradecimiento.
¡Oh cruz, amor supremo de Dios!
¡Cruz, gloria del cielo!
¡Cruz, salvación eterna de los hombres!
¡Cruz, terror de los inicuos, poder de los justos y luz de los fieles!
¡Oh cruz que nos diste a Dios hecho carne en la tierra para servirnos en pro de la salvación y al hombre hecho Dios para reinar en el cielo! Por ti se ha revelado la luz de la verdad y ha huido la noche impía.
Has destruido los templos paganos arrasados por los pueblos creyentes,
tú eres el broche de la paz entre los hombres al reconciliar al hombre mediante el pacto de mediación de Cristo.
Tú eres la escala del hombre por la que puede alcanzar los cielos.
Sé tú siempre columna de los justos y ancla nuestra, para que permanezca a salvo nuestra morada y navegue a salvo nuestra nave confiada en la cruz y que, por la fe, de la cruz ha obtenido la corona» (San Paulino de Nola, Poema 19, 710-730, en Poemas (Gredos, Madrid 2005).