Comentario al Veni Sancte Spiritus (XII)

Amanecer en la playa
Fotografía: Nick Rowland (Creative Commons)

Luis Mª Mendizábal, Ex director Nacional del APOR | Antes pedíamos el rayo luminoso que nos hiciera penetrar en la claridad del Espíritu Santo, ahora pedimos la luz del día para el corazón, para ver todo a la luz de Dios. Ven luz de los corazones, en contraste con la oscuridad e ignorancia de las cosas de Dios. Según canta Zacarías en el Benedictus los que están en el paganismo están sentados en tinieblas y en sobras de muerte. Quien conoce a Dios camina en la luz. El Señor nos exhorta a que caminemos en la luz mientras tengamos luz; vendrá la noche y entonces ya no se podrá caminar. Es la luz que pedimos al Espíritu Santo: luz de los corazones, una luz creciente que ilumine el ideal que Dios quiere de nosotros, luz creciente en nuestro modo de obrar para que sea cada vez más luminoso, como crece la luz del día desde la aurora al medio día. El medio día debe ser la luminosidad de nuestro encuentro con Cristo, luz de los corazones.

El Señor mismo indicaba el paso progresivo de esta iluminación cuando en la ultima cena les decía a los apóstoles ‘todavía tengo muchas cosas que comunicaros pero no las podéis entender por ahora… vendrá el Espíritu Santo y El os recordara cuanto yo os he dicho. El iluminara vuestro corazón y os introducirá en la verdad integral’. Este es el ideal que nos introduzca a la verdad total.

Ven luz de los corazones. Lo que pedimos no es la claridad de una inteligencia especulativa sobre un punto particular si no la inteligencia propia del amor, la perspicacia del corazón. La claridad caliente del Espíritu Santo hace luminosa la mirada del corazón, ensancha el horizonte universal de nuestras acciones que se vuelven así operaciones luminosas e ilumina poco a poco el sentido de las Escrituras. Constituye la claridad del ojo evangélico sencillo que hace luminoso todo el cuerpo de nuestras relaciones con el prójimo porque el progreso de la gracia implica también la comunicación de sí mismo al prójimo como verdadera fructificación. Así el Espíritu Santo nos pone en la plena luz del Señor y nos da la verdadera iluminación de las verdades evangélicas porque la clave de la inteligencia del evangelio es la presencia del Espíritu Santo.

Pedimos, pues, un corazón luminoso, sin tinieblas. Un corazón resplandeciente por la presencia del Espíritu Santo, un corazón transparente a la mirada de Jesucristo, un corazón consciente serenamente de que es conocido por Dios, de que es amado por Dios. Conciencia que ilumina el alma y le da esa alegría estable bajo la mirada amorosa de Dios. Es contacto con Dios en lo íntimo del corazón cerradas las puertas de los sentidos. Se percibe, a veces, este contacto cuando reina el silencio interior, cuando uno ha puesto un poco de esfuerzo dócil en su vida por crear esa zona de silencio en torno al corazón; y ahí dentro continúa siempre encendida la lámpara que hace vela al Señor en el sagrario del corazón. Entonces hay momentos en que esa luminosidad ese contacto íntimo, auténtico, sincero con el Señor, en la sencillez del deber diario, se hace clara a nuestro espíritu.

Esa luminosidad aparece, a veces, en contextos que se refieren al fervor del Espíritu dentro de la misma vida de gracia. Decimos ‘ahora me encuentro en la oscuridad, no tengo luz’, en cambio, con el fervor del Espíritu Santo parece que todo se hace claro, ordenado, transparente. Es lo que pedimos: un corazón fervoroso. En el fervor se puede decir que el Espíritu Santo viene luminosamente a nuestro corazón. Este ‘va y viene’ no se toma en un sentido material. Sabemos que Dios está en todas partes. Pero no nos referimos a eso cuando decimos que se nos ‘ha ido el Señor’, nos referimos a la presencia vital de su presencia. ‘Va y viene’ en la medida en que el alma internamente sensible a su presencia, en que siente o no siente la presencia del Señor. Si no la siente decimos ‘se ha ido el Señor’, solo cuando la siente decimos ‘el Señor se ha acercado’. Jesús viene con el Espíritu Santo pero, en cierto sentido, viene ‘escondido’, viene en la comunicación de su fervor.

Sabemos que el Señor esta cerca por el hecho de que la fe nos enseña que ese fervor viene comunicado todo del corazón mismo de Cristo, por lo tanto, si ese fervor viene del corazón de Cristo, Cristo esta cerca en sentido vital. El calor que se siente en el corazón viene del corazón de Cristo. Así como no hay día sin sol, aun cuando no se ve el cielo azul porque hay nubes, el día existe cuando hay sol. Si no hubiera sol, evidentemente, no habría día. Pero esa luz que existe es efecto de la gracia y así es en efecto la gracia divina en su luz. Aunque no vemos la gracia en sí misma, la gracia está ahí. Se perdería cuando se cayese en pecado, entre tanto es día, estamos en la luz aunque haya nubes.

La gracia divina no existe sin el Espíritu Santo, es más, sin la Santísima Trinidad dentro de nuestro corazón. Ahora bien, como decir que el sol nos ilumina, así también decir que la gracia nos santifica, es decir, que Dios nos santifica. No porque Dios sea la gracia si no porque Dios nos da su gracia y en la gracia se comunica a sí mismo. Pero en la gracia –que no existe sin la presencia real de Dios–, puede sentirse Dios en nosotros de dos maneras distintas: en forma escondida o patente, con cielo cubierto o despejado.

Cuando viene el momento del fervor y nuestro corazón contempla el cielo sereno, sin intermedios grises de nubarrones… Es lo que pedimos: ven luz de los corazones. Pero a veces somos nosotros los que oscurecemos la luz del sol como cuando nos adentramos en un bosque lleno de hojas. Esta forma se realiza en nuestra vida cuando interponemos nuestro amor propio entre Dios y sus rayos sobre nosotros. Es verdad que está pero no ilumina suficientemente porque el obstáculo de nuestro amor propio está produciendo esa falta de luminosidad. Ensombrecemos su iluminación respecto de nosotros con nuestro egoísmo y nuestra impureza. Entonces le invocamos también: ‘ven luz de los corazones, quema con tu fuego las interferencias tenebrosas de nuestro amor propio que oscurecen el día de Dios’.

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