Aquel día creí en Él (Las bodas de Caná)

Las bodas de Caná
Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

Ana Isabel Carballo | Era miércoles por la tarde. Teníamos ya todo preparado para el gran festín que iba a empezar y que, si el maestresala había hecho bien los cálculos, duraría varios días, incluso llegaría a los siete, pues la cantidad de comida y bebida que había reservado mi señor para la boda era abundante.

Empezaban a llegar las primeras personas con sus antorchas y, entre ellos, la joven esposa resplandeciente como el vestir de mariposa para la inolvidable ocasión. Aquellos hombres la acababan de recoger en su casa para trasladarla en triunfo hasta aquí, donde su inminente esposo la esperaba.

Prosiguieron las correspondientes bendiciones nupciales y, al finalizar, el padre del novio dio comienzo, con un gesto serio y afable, al baile y al banquete de bodas. Nos preparamos todos rápidamente para empezar a servir a la multitud de invitados que se habían acercado hasta Caná.

El patio de la casa, que se había convertido por un momento en templo para la ceremonia, se llenó de corrillos sentados en el suelo por entre los cuales nos paseábamos para llenar los platos del mejor carnero hervido en leche, las legumbres frescas y las frutas secas.

En uno de aquellos grupos, siempre pendiente de que no faltara nada a los de su alrededor, se encontraba una mujer sencilla. De repente, la mujer se levantó apresurada, se acercó a un joven y lo abrazó como si hiciera tiempo que no se veían. Tan emocionada se encontraba que no se dio cuenta de que había tropezado con nosotros. Josué, que me ayudaba a llevar las grandes bandejas que portaban el carnero, alardeó de que conocía a aquel joven de Nazaret y a aquella mujer, su madre. Alguna vez habían jugado juntos entre instrumentos de carpintería con los que, incluso, habían hecho sus primeras espadas, aunque estas no habían servido más que como madera para avivar un fuego.

Pasaron varios días de fiesta. La comida y la bebida pasaba de mano en mano con la alegría de todos los familiares y vecinos, cercanos y lejanos, del propio pueblo o de más allá… pero para todos el baile traía a sus memorias el recuerdo del amor y de la sencillez de un festín entre amigos, paraíso de felicidad.

Cuando terminé de servir a uno de los corros, me fijé en los movimientos despavoridos de Josué delante de las jarras de vino que el maestresala había preparado con estudiada proporción de agua y especias.

Me acerqué hasta él y le pregunté el porqué de su delirio. Con una mirada perdida por el miedo ante semejante problema, balbuceó, sin apenas entenderse, tres palabras que redoblaron en mi interior, sumiéndome a mí también en un desolado deseo de salir de allí huyendo. ¡No tenemos vino! -repitió débilmente. Imaginaba el bochorno que podrían sentir los novios cuando se dieran cuenta de que la carne y las verduras eran en abundancia, pero el vino no, ¡se había acabado!

En tan desafortunado momento, pude percibir cómo aquella mujer hablaba con aquel Jesús que había venido desde Nazaret. Sin que nadie les hubiese dicho nada, vi cómo se acercaron hasta donde nos encontrábamos con el más discreto disimulo, para evitar la incomodidad del maestresala y no levantar la curiosidad de los demás.

En un movimiento rápido nos vimos trayendo las hidrias de piedra que estaban ya preparadas para las purificaciones.

Por una razón incomprensible, aquel hombre nos había mandado llenarlas de agua. Atónitos ante la indicación absurda, pero envueltos en una fe ciega ante la necesidad, obedecimos bajo la mirada de aquella mujer que aseguraba el éxito de tan extraña petición.

Ver el color rojo de aquel agua transparente con la que yo mismo había llenado las seis tinajas, me hizo sentir cómo se llenaba mi corazón de aquel licor exquisito y cómo mis ojos embriagados se quedaron fijados desde aquel instante en el joven Jesús.

Ante aquel pequeño revuelo, el maestresala se detuvo ante nosotros y, observando aquellos 600 litros de vino que él no había preparado, probó el líquido saboreando su textura y, asombrado, se preguntaba por qué lo habían guardado hasta el final. Su sabor era tan intenso que no quiso preguntar de dónde procedía o por qué aparecía ahora. Contento del descubrimiento, ordenó empezar a servirlo en primer lugar a los novios y, a continuación, a cada uno de los presentes en el convite. Mismo nosotros, criados y sirvientes, fuimos invitados a él, pues “nadie podía dejar de probar ese vino nuevo ni despreciar su valor” –había afirmado con entusiasmo.

La bendición de Dios había llegado hasta nosotros. El vino nuevo sabroso había venido a substituir el agua insípida del ayer.

Anterior

Llegar hasta el final

Siguiente

Con los brazos abiertos