Si te entendiera (Las tentaciones)
| El sol dejaba todavía su anaranjado color en el horizonte del mundo. Habían pasado ya cuarenta días desde su llegada al desierto y el hambre empezaba a hacer flaquear sus fuerzas. Sin embargo, su espíritu había resistido a las tentaciones más suspicaces que aquel hombre le había podido hacer. Había llegado rápido, sin detenerse en nada, aprovechando –como siempre hacía- el momento más débil. Se sentó a su lado dispuesto a desencajar su vida. Se quedaron en silencio un largo rato mientras pensaba en el gran poder que alcanzaría si lograba derrotar al enemigo con el que ahora compartía su fe en Dios, pero… ¡de qué manera tan distinta!
Tenía que discurrir rápido. Todo lo que hacía, sus llegadas, sus idas, siempre eran así, veloces, sin apenas dejar tiempo para reaccionar. Y ¡qué daño llegaba a ser capaz de hacer con su sigilo!
Mas lo que ahora le descolocaba era la tranquilidad de aquel hombre, su semblante seguro. ¿Por qué no podría vencerle? ¿Acaso no tenía él suficiente poder? Lo tenía, sí. Lo sabía y estaba orgulloso de ello. Su aire de superioridad se hacía latente. Pero ese Jesús… tenía algo que hacía debilitar su seguridad.
Por otro lado, tampoco entendía por qué Jesús se limitaba a hablar del amor y de la verdad con todo lo que le esperaba, si con sólo ejercer su poder y pedirle al Padre lograría tener a toda la humanidad bajo sus pies. Estaba seguro de que convirtiendo las piedras en pan, la humanidad entera iría tras Él como un rebaño obediente. Y si solo por un momento se parase a pensar lo que podría conseguir de los hombres si empezase a curar sus heridas, su ceguera, su sordera… Ellos querían volver a hablar. ¡Pero Jesús les hablaba de salvación, del amor de Dios! ¿Por qué no quería conseguir así su poder? Con solo tocar con su saliva los ojos o la lengua de alguien podría hacerles recobrar sus facultades y conseguir así que lo siguiesen. ¿Acaso no sería adorado por eso?
Ser adorado, sí. Que alguien se rinda a tus pies… ¡Ese era su sueño! Y su gran deseo era conseguir que el mismo Jesús se rindiera a sus pies. Por eso se proponía ofrecerle dominar todas las naciones si a cambio se postraba ante él. Si viene a salvar el mundo ¿no será un buen comienzo empezar por dominarlo y hacerlo suyo? – pensaba. ¿No tenía además todo un ejército de ángeles que cuidarían de que ni una piedra rozase su vestido? ¿A qué esperaba entonces? – Se preguntaba mientras observaba a aquel Jesús de Nazaret que se preparaba paciente para su asedio.
¿A qué esperaba él para formularle todas las triquiñuelas que hábilmente había preparado? Comenzó pues su juego. Lo llevó a lo alto de una montaña, luego al borde del templo en Tierra Santa y caminó a su lado mientras escuchaba, una a una, sus respuestas. Avergonzado y en silencio, abandonó el lugar mientras se repetía una y otra vez la última frase que había escuchado de sus labios: “Al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto”.