¿Qué se me da, Señor, a mí de mí, sino de Vos?
, Presbítero y Profesor de Historia del Arte
Qué bueno es estar aquí en el silencio
sintiendo tu presencia nada más,
saber que yo te miro y tú me miras,
saber que tú me entiendes sin hablar.
¿Por qué no renunciamos al orgullo,
que cierra nuestras almas ante ti,
inútil pretensión de hacerlo todo,
si al fin hay que aprender a recibir?
Bien conoce el caminante que la mayor parte de castillos, lo son de la “Mota” y no del llano, pues casi siempre éstos, realzan su función y la incrementan al estar construidos sobre una colina o cerro aislado. De modo simbólico, queremos relacionar ambos términos: castillo y montaña, experiencia orante y seguimiento. Y en este binomio se alza la imagen de dos montes claves: Tabor y Gólgota, transfiguración y pasión, y ambos dones de Dios en la oración: Dadme Calvario o Tabor, desierto o tierra abundosa; decía la Madre Teresa.
La montaña virgen y solitaria es un marco digno para las grandes comunicaciones del Señor. Tiene de común con el desierto las exigencias de la desnudez. Pero es además un signo en el espacio de la elevación del alma por encima del hormigueo de los negocios terrenales, de los pecados y placeres de los hombres. Es un empuje soberbio de la tierra hacia la pureza del cielo. Cuantos la escalan experimentan y refieren esa sensación tónica de una especie de virginidad ambiental que filtra la pobre naturaleza humana eliminando la fiebre de las pasiones malas. Sus cimas invioladas hablan de Dios “magnífico en las alturas”. Los mismos anacoretas paganos han cedido al atractivo de la montaña, como si sus cumbres intactas fueran el trono de la gloria de Dios… Así se expresaba un anónimo eremita francés. A cuanto conocéis la “Última Cima” el testimonio vital de Pablo Domínguez, es elocuente de que para creyentes o alejados de la fe, la montaña fascina, es todo un símbolo de la vida creyente. Subir y bajar, ascender y descender, transfigurar y transcender.
Las Cuartas Moradas de Santa Teresa tienen mucho de Tabor, abandono de las potencias para estar agradablemente en Dios. Todo lo recibimos de Dios, el sentirnos llamados a orar, a salir del llano y ascender, a gustar del Hijo que habla del Amor recibido del Padre… todo es don. Así nos lo ha recordado Santa Teresa en el título de este artículo, como ella sintamos el cantar de la entrega: Ya toda me entregué y di y de tal modo he dado que mi Amado es para mí, y yo soy suya. Cant 2,16.
LA PARTICULARIDAD DE LAS CUARTAS MORADAS. IMÁGENES BÍBLICAS.
Los pedagogos de la vida espiritual señalan bajo diferentes términos una experiencia semejante: Dios regala presencia a quien le busca. Es gracia y consolación. Dios se revela en la ternura y paz, el sosiego y encuentro que produce la oración calmada, o la calma de quien ora continuadamente. Santa Teresa habla de esta experiencia como una gracia que hay que buscar y a la par un don que desborda en ocasiones sin ser buscado. Siempre serán escasas las líneas que se dediquen a comentar cómo la Santa juzgo el modo como Dios le arrobaba y la poseía. Quizá, más allá de las narraciones, una “hija” de Teresa, regalaba este testimonio: “Algunas veces le digo al Señor: ‘Eres mi todo’ y recibo una dulzura y una suavidad grandes, como si él fuera el que me impulsó a decírselo, a la vez que se alegra el que se lo dijera. Él era el impulsor y el receptor. Y para todo el día me deja un gozo y una huella que no se puede olvidar… Doy gracias al Señor por su grande amor, a pesar de mis miserias y pecados ¡Cuánto amor y cuánto cariño del Señor! Casi todos los días en la Eucaristía me muestra su amor muy realmente, se diría sensible, espiritual… No sé, es difícil de expresar, pero no hay duda de que es Él. Lo que de Él siento a mí no se me podría ocurrir. A pesar de cuando soy, soy de su agrado, y siento su abrazo inexplicable. Él está en mí y yo en Él. Le doy gracias y mi único y verdadero anhelo es verle, estar con Él.”
Reposar y habitar en las cuartas moradas es una etapa sencilla caminando junto al Dios cercano. Nos reconforta creer en Dios que acerca el futuro, que hace pregustar la alegría y paz eterna ya aquí en la parte del Reino construido. Santa Teresa hace uso de algunos relatos evangélicos que ilustran el proceso: la presencia en el Tabor, el perdón del publicano escuchado, la bienaventuranza de Simeón, el silbo del Buen Pastor. El denominador común: estamos habitados por el Misterio Trinitario que habita en el centro de las séptimas moradas. A mitad del camino interior, salen a encontrarnos. El rey del castillo silba cual pastor para guiarnos, el Pastor rige con amor a su rebaño y le convoca a ser recogido en el descanso de su amor.
Santa Teresa nos invita en estas moradas a sentir en la oración tres actitudes: un recogimiento sobrenatural, el gusto o quietud de saber permanecer y el sueño de las potencias o abandono… (un denso mensaje para tan breves líneas en este artículo). Un modo de orar confiado en sus dones, pues es Él quien se ha comprometido a regalar presencia. De ello nos habla desde su experiencia: Estando muy inquieta y alborotada, en batalla y contienda… tenía miedo si las mercedes que el Señor me había hecho eran ilusiones… El Señor me dijo que no me fatigase, que en verme así entendería la miseria que era si Él se apartaba de mí…” V 39, 20.
DESDE NUESTRA CULTURA TERESIANA
Nos acompaña en esta ocasión uno de los tipos iconográficos más difundidos y el que recoge más variantes, a pesar de su sencillez. Éste surgió a partir de la incorporación de los útiles de escritora -pluma, tintero y libro- a la vera efigies de la Santa. Muy pronto se configuró como un tipo específico que inicialmente se fue difundido a través de las numerosas ediciones de los escritos de Santa Teresa.
La serie se inicia con el retrato de Teresa de Jesús en la primera edición italiana de Vida, en el año 1599. Presenta los rasgos y la disposición de la vera efigies y, aunque aún no se la representaba en la acción de escribir, tiene junto a sí los instrumentos propios de los escritores. Se trata de una representación como escritora inspirada por el Espíritu Santo, que la acompaña en forma de paloma. Las primeras biografías se hacen eco de este tema: “Moviendo el Espíritu Santo su pluma (como piadosamente creemos y se experimenta por los efectos) para que sin estudio humano (porque todo su saber era divino) escribiese libros llenos de celestial doctrina”. “Muchas veces estando escribiendo estos libros, se quedaba en arrobamiento, y cuando volvía de él, hallaba algunas cosas escritas de su letra, pero no por su mano, y con un resplandor en el rostro notable, que no parecía sino que la luz del alma se transfiguraba en el cuerpo…”
La consolidación del tipo se puede observar en la vigésimo tercera estampa de Vita B. Virginis Teresiae a Iesu de Collaert y Galle, y su oficialidad en los grabados oficiales de la beatificación y canonización, en éste fusionado con el tema de la Transverberación, modelo semejante a la ilustración que presentamos.
Los grandes pintores españoles del siglo XVII prefirieron también esta representación y de ello se hace eco, los ejemplos que forman parte de la colección artística de los conventos de la Diócesis de Valladolid. Con gran acierto, ha sido también el tipo elegido por el Cardenal Ricardo Blázquez en la estampa-recordatorio de su creación como Cardenal, tomando la versión de Felipe Gil de Mena, en el Convento de San José de Medina del Campo, que es la imagen institucional del Centenario en la ciudad. Ilustra este artículo, la versión realizada por Diego Valentín Díaz, el “Zurbarán vallisoletano”, de cuyo pincel conserva el Carmelo de Valladolid este ejemplo. Se superponen tres escenas, la inferior de carácter realista: Teresa como escritora transmitiéndonos su experiencia de Dios. Alza la pluma y la mirada para recibir el dictado. La imagen del ángel dardero sintetiza el don de transverberación, prefiguración en la tierra del desposorio místico. A la par, un ángel le corona con el premio que el misterio trinitario que otorgará en el Cielo, la corona que no se marchita. Corona que en vida le fue otorgada por José y María, en forma del collar que luce. Junto a la cruz que preside el escritorio se halla el símbolo de la iglesia fundada, la nueva Orden.
UNA IMAGEN PARA ORAR
Más con hechos que en palabras. Y aunque la premisa es ignaciana, creo que pocos son los avezados en la oración que no han sentido ese mensaje con términos semejantes. Hemos recordado cómo la oración teresiana lo expresa “no consiste en hablar mucho, sino en amar”. La oración es un acto de amor a Dios, a uno mismo y a la humanidad. Oramos porque amamos a Dios sobre todos los tiempos, sobre todas las prisas, sobre todo el organigrama. Y oramos para amar lo que Dios quiere de nosotros, que sin duda es el mejor modo de dejarnos amar por Él, pues la oración no responde y pregunta, sino como Santa Teresa: “¿qué mandáis hacer de mí?” Y en conformidad con el Querer, quererlo todo, y a todo decir “que Sí”.
Orar requiere su tiempo, y en ese tiempo regalado encuentra su hondura, pues las palabras vuelan de los labios a prisa, no es fácil que pasen de la memoria al corazón, requieren su balbuceo de sentimientos.
El beato Pablo VI, unos meses antes de su muerte, escribía esta plegaria en el día de la Transfiguración del Señor, es una oración que ejemplifica el itinerario que hemos propuesto en esta lectura: “¿Quién eres tú, en ti mismo, oh Señor? Tú eres el principio y el fin de todas las cosas, el quicio del orden cósmico. Tú nos obligas a revisar nuestra concepción del mundo, de la historia humana y de nuestra existencia personal. Como los apóstoles nos sentimos anonadados sobre el monte de la Transfiguración y no osamos levantar la mirada. Tu humildad -un Dios hecho hombre- se confunde con tu grandeza. Pero Tú siempre nos facilitas el coloquio, nos lo ofreces, nos lo impones. Señor, no te conocemos. Nuestro propósito se expresa en un deseo que anuncia su cumplimiento más allá del tiempo: nosotros queremos verte, oh Jesús.”
Queremos verte. Dios regala presencia a quien le busca. Las Cuartas moradas nos han recordado la condición de buscador y peregrino del ser orante. Dejemos en la calma, que Él regale presencia:
¡Qué bueno es estar mirándote, Señor,
y sólo con mirarte descansar!
¡Qué suave la armonía que nos llega
si abrimos nuestras almas a tu luz,
si allí donde terminan nuestras fuerzas
seguimos recordando que estás Tú!
¡Qué bueno este silencio que nos une
a todo lo creado y nos da paz,
así como sintiendo el infinito
abrazo original de tu amistad!