La oración cristiana (II)
, Ex director Nacional del APOR | Hay una segunda forma. Una elevación de nivel que va transformando el corazón para hacerlo vivir en otro nivel, en otro horizonte, y vivir en el. No solo para ese momento entrar en ese horizonte sino vivir la vida real en ese horizonte porque al fin y al cabo en la oración yo no hago sino moverme como momento fuerte en un horizonte de verdad; porque ‘la verdad os hará libres’ y nosotros vamos a la verdad. En la oración yo entro en el horizonte de la verdad y ya no me bajo de el, sino que ilumino desde ese horizonte toda mi existencia con una elevación del corazón. No es pues sólo la lógica de una persona que es consecuente sino es el nivel espiritual, la vida, que es consecuente con una elevación de la persona entera a esa cercanía de Dios.
De esta manera ultima ha de ser la relación entre oración y vida para que sea autentica la oración. Porque en los otros casos podemos decir que sí hay una consecuencia: esta persona en la oración está reflexionando, no llega de hecho al nivel de unión con Dios, pero está reflexionando, da cada día dos horas de oración en el cual está dando vuelta a los problemas como el los ve y luego actúa consecuentemente con lo que ha estado pensando esas dos horas. Y esto ¿es oración? Pues no, no es verdadera oración. Este hombre tiene un principio de lógica consecuente pero no de un elevarse al nivel divino sino de un ser consecuente con sus razonamientos humanos. Y por eso el nivel de oración ha de ser elevación verdadera; y consecuencia de esa elevación se va elevando la persona. No elevando solo un acto sino elevando toda la persona a nivel del corazón y así se eleva ese estado oracional de intimidad filial y con percepción íntima con Dios.
Vamos a comenzar indicando esto. Primero, nosotros por la vida de gracia hemos sido llamados a vivir en la presencia del Padre en Cristo. Toda oración tiene que incluirse en el común denominador de alianza. Alianza nueva, la nueva alianza significa pacto pero no en un sentido jurídico simplemente sino del Nuevo Testamento que es el pacto en el Espíritu Santo. Es una alianza, como un matrimonio es una alianza. Es una relación interpersonal. Es un ser llamados a la intimidad del Padre. No hemos sido llamados para que en ciertos momentos El nos abra la puerta sino para que estemos siempre en la morada del Padre, para que estemos en la Presencia de Dios. El canon segundo de la Misa dice que le damos gracias porque nos hace dignos de servirle en su presencia. Es la llamada cristiana al fin y al cabo.
A veces la presentación del fin del hombre, en los ejercicios ignacianos, puede llevar a una concepción de un Dios alejado, de un Dios sordo, ciego, como paralítico… como si todo consistiera en que nosotros hacemos cosas hacia Dios: alabar a Dios, hacer reverencia (nosotros) hacia Dios, servir a Dios, hacer cosas por El… pero no es esa la verdadera visión cristiana ni es esa la intención ignaciana. Eso sería volver otra vez a la idea de un Dios totalmente distinto, de un Dios lejano. La verdad no es esa, sino que el plan de Dios es que vivamos en la íntima familiaridad con El, que estemos envueltos en los brazos de su amor continuamente. No solo que tengamos momentos sino que vivamos en sus brazos, vivamos en su corazón, en el corazón de Dios. Esto corresponde a las expresiones paulinas de Ef 1,4 que ‘hemos sido elegidos en Cristo para que vivamos en su presencia en la caridad’. En su presencia siempre. Esta idea de ‘en su presencia’, del ejercicio de la presencia de Dios, acto de presencia antes de la oración, hemos de entenderla en todo su realismo.
Hablamos de una presencia de Dios en la creación, presencia de Dios en las criaturas, El está presente en todas partes… pero la presencia de Dios a la que somos llamados no es esa, porque Dios está presente en toda las cosas pero no basta que Dios esté presente en todas las cosas para que se realice esa presencia vital. Acto de presencia de Dios no es pensar que Dios está presente sino ejercitar, ser pasible de la presencia de Dios. Es que esa presencia de Dios nos cale dentro. Presencia en este sentido. Es lo que llama el Evangelio de san Juan ‘poner la morada’ que añade al termino de presencia el de intimidad. Entonces Dios ha puesto su presencia en nuestro corazón. ‘Si alguno me ama, mi Padre le amará y yo le amaré, y vendremos a el y haremos nuestra morada en el’. Y nosotros hemos sido llamados a tener la morada en el Padre porque toda morada, en la terminología del amor, es mutua. ‘En casa de mi Padre hay muchas moradas, os voy a preparar un sitio y cuando os lo haya preparado os tomaré conmigo para que donde yo esté estéis también vosotros’. Y la vida cristiana es ese morar en el Padre, pero ese morar siempre sin salir nunca; y ese morar el Padre en nosotros y morar Cristo en nosotros. Eso es presencia y nos ha llamado a vivir en esa presencia.
La presencia en el corazón del hombre no es presencia como está en las criaturas, es presencia de amor, de relación personal de amor. Y nos ha llamado a esto. ¿Cómo podríamos nosotros entrar a la presencia de Dios inaccesible? Con nuestras fuerzas ¡nunca! Por eso en la oración se siente uno incapaz de entrar en la presencia de Dios. Porque se trata de entrada verdadera. Nada impide que yo piense que Dios está presente, eso lo puedo hacer siempre, pero entrar en la presencia es distinto. Es ser admitido en la presencia lo cual indica la gratuidad, la iniciativa divina en ser admitidos a su presencia. Y en este ser admitidos Cristo es el camino ‘cuando yo vaya y os haya preparado un sitio, os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, estéis también vosotros’. Nos ha invitado, pues, el Señor a sus estancias íntimas, para que vivamos nuestra vida real estando en la presencia del Señor. Estar en la presencia no quiere decir sólo que El nos ve, sino que somos admitidos a su intimidad. Estar en la presencia quiere decir dejarse calar por el amor envolvente de Dios. Y estamos llamados a vivir en esa presencia. De tal manera que todo nuestro actuar sea reflejo de esa presencia del Señor.