La miseria humana

Misionero

Francisco Castro, Diácono Permanente | Cuando reflexiono el tema sobre el que voy a escribir, siempre tengo presente el título que encabeza esta sección: FE Y VIDA, de ahí, que el contenido de mi artículo debería ser un claro ejemplo de la relación entre lo espiritual y lo humano, entre la respuesta que damos a Dios, (que eso es la FE según el Catecismo de la Iglesia Católica, 26) y la vida cotidiana de los cristianos. Ambos aspectos inseparables en el ser humano, pues la relación humana con otros semejantes y la relación transcendental con lo divino van intrínsecamente unidos a la persona. Otra cosa es que nos demos cuenta de ello.

Precisamente en mi último artículo rendía un merecido homenaje a los misioneros y misioneras de todo el mundo, personalizado en el Hermano de la Orden de San Juan de Dios Miguel Pajares (fallecido el 12 de agosto) y la Hermana Juliana Bonoha, porque son el ejemplo más actual y palpable de cómo se puede vivir la relación entre FE y VIDA y reclamaba para ellos el reconocimiento universal por su labor. También denuncié en ese artículo las voces de algunos intransigentes que cuestionaban el coste de la repatriación del Hermano Miguel y la Hermana Juliana, enfermos de ébola y los taché de egoístas e insensatos.

Hoy las cosas se han complicado mucho. Tras la muerte el pasado 25 de septiembre por el ébola del misionero Manuel García Viejo, repatriado a España desde Sierra Leona, tenemos en Madrid a la primera persona infectada por esta enfermedad fuera de África: Teresa Romero, auxiliar de enfermería que se presentó voluntaria para atender al misionero y que parece evoluciona satisfactoriamente de la enfermedad. Y es a raíz de este hecho cuando hemos tenido que escuchar de nuevo reproches contra la repatriación de nuestros misioneros culpándoles de la situación actual. Todos hemos visto en los informativos actitudes que van más allá de egoísmo o de la insensatez, como por ejemplo ver a decenas de personas enfrentarse a la policía por salvar la vida de un perro, que iba a ser sacrificado por prevención sanitaria. Me pregunto dónde están todas esas personas cuando hay que defender la vida del no nacido, o por qué no se manifiestan con la misma firmeza y decisión contra las muertes de miles de niños por el ébola en África.

El misionero agustino P. José Luís Garayoa decía en conversación telefónica desde Sierra Leona a una radio española de ámbito nacional: “…, con todo el cariño que tengo a los perros, ya quisiera yo que le dieseis el mismo protagonismo a los niños que se mueren aquí tirados en el suelo del Hospital del Gobierno… los niños aquí mueren a racimos”. Este misionero ‘alucinaba’ con las noticias que le llegan desde España y no es para menos.

Entierro

Pero hay un comentario que me ha dolido en lo más hondo de mi corazón. Dicho comentario decía así dirigiéndose a los misioneros fallecidos: “… pues si tanto les gustaba esa vida de misión y de entrega a los demás, que se hubieran muerto allí y no que cuando se han visto morir, han pedido a su Congregación que les traigan a España, esos no son misioneros ni son nada…”

Cómo digo este comentario es el que más me ha dolido, no por lo que dice, sino de por quién lo dijo. La persona que lo decía se autoproclamaba “cristiana”, “católica”, “apostólica” y “romana”. Y se jactaba de cumplir con el tercer mandamiento.

¡Qué fácil es limitarse a cumplir la ley! ¿Cómo puede alguien que se autodenomina cristiana reprochar la actitud de estos hombres y mujeres que rozan la SANTIDAD? Sí, cuando digo SANTIDAD lo digo con letras mayúsculas porque la misión de todo ser humano es ser santos, tal y como nos lo pidió nuestro Señor. Jesucristo no vino a cumplir la ley sino a radicalizarla. Él se relacionó con los más pobres, los leprosos, los marginados y con ello radicalizó la ley, dejándonos un nuevo mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Qué cómodo es abonar una cierta cantidad de dinero al año para ayudar a los “pobrecitos” del Tercer Mundo que se mueren de enfermedades raras o de hambre, con ello lavamos nuestra conciencia, nos hace sentirnos mejor con nosotros mismos. Pero la cosa cambia cuando nos sentimos amenazados por la cercanía de esas personas en nuestro entorno. De pronto exigimos que se les aísle, o mejor aún, que se queden dónde están, que no vengan a romper nuestra seguridad. No pretendo juzgar a nadie, pero las situaciones como las que estamos viviendo en relación con nuestros hermanos y las distintas reacciones frente a ella, son las que hacen brotar lo mejor, pero también lo más miserable y lo más egoísta del ser humano. Lo que lamento es la hipocresía con la que a veces nos comportamos las personas. Queremos aparentar que estamos muy preocupados con lo que les pasa a nuestros semejantes en el llamado Tercer Mundo, sus necesidades, sus enfermedades, pero nos escandaliza que traigan a nuestro mundo, a nuestro país, nuestra ciudad o nuestro barrio sus miserias. Jesús ya nos advirtió sobre este tipo de comportamiento cuando dijo: “Ay de vosotros escribas y fariseos, que por fuera parecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad (Mt 23,28).

Mi modesta opinión es que ante hechos como estos deberíamos seguir los mandatos de Jesucristo: “Porque tuve hambre y me distéis de comer; tuve sed y me distéis de beber; era forastero y me acogisteis… cuando hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me lo hicisteis” (Mt 25,31-37).

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