Fuerza de Dios, Fuerza de Moisés (II)
, Misionero comboniano
Que un viento imprevisto llegara a mover las aguas del mar Rojo con tanta fuerza que acabase con el ejército del faraón y abriese un camino de salvación a los israelitas es difícil de creer; sin embargo, así aconteció. A Israel no le quedó otra que ser testigo de esta maravilla, como veremos en catequesis sucesivas. Pero que Jesús, nuevo y definitivo Moisés, asegure a sus discípulos que va a morir en la cruz, que será sepultado en la tierra como cualquier otro difunto, y que después le volverán a ver porque su Padre le resucitará, esto ya es otra historia imposible de creer. Jesús se limita a decirles: “Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver” (Jn 16,16).
Sin embargo y contra todo pronóstico, contrariando las leyes de la naturaleza y sobreponiéndose al “sentido común” de los suyos, sucedió tal y como Jesús lo había anunciado. Al tercer día la muerte retrocedió ante la Vida, se dio por vencida. Por más que sus brazos poderosos atenazaron contra el vientre de la tierra al crucificado, al final tuvo que desistir, dejó libre a su presa. Dios manifestó su gloria y la de su Hijo elevándolo majestuosamente sobre la mansión de la muerte y proclamando su victoria sobre todo mal que acecha a la humanidad.
Recordemos que había dicho a los suyos: ¡Me veréis! Dicho y hecho. En los primeros albores del amanecer del domingo se aparece a dos mujeres: María Magdalena y María de Cleofás. Aún no repuestas de la emoción del encuentro, las envía donde el resto de los discípulos con una misión muy clara: ¡Que vayan a Galilea, allí es donde le verán, tal y como les había prometido! “En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: ¡Dios os guarde! Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán” (Mt 28,9-10).
Nuestras dos Marías se lanzan a carrera abierta para dar la buena noticia a los que en su corazón habían ya desistido de volverle a ver. Corrieron como locas. Es muy posible que desde el viernes no hubiesen dormido siquiera un par de horas, lo mismo podríamos decir de reponer fuerzas con una reconfortante comida. Sin embargo, corrieron; más bien podríamos decir, volaron como si tuvieran alas. Nos da por imaginar que sí las tenían: ¡Habían visto a su Señor y Dios!
Por su parte, los discípulos, una vez recibida la buena e incomparable noticia, se dirigieron a Galilea para poder ver por sí mismos al Señor Jesús, Aquel a quien “unas mujeres sin importancia” habían visto resucitado (Mt 28,16-17).
Cuando parece que todo se conjura para dar al traste con la liberación de Israel, Dios pone en boca de Moisés unas palabras tan sorprendentes como difíciles de aceptar y creer: ¡No os preocupéis ni os asustéis! Es cierto, y a la vista está, que la fuerza del ejército que os persigue es incomparablemente superior a la vuestra; sin embargo, tranquilizaos porque Dios peleará a nuestro lado.
Israel conoce a Dios no a la luz de una serie de libros sino a la de una experiencia concreta, a la luz de situaciones extremas que rayan en la tragedia. Digamos que el proceso de su evolución espiritual fue de la siguiente manera: primero, la palabra pronunciada por Dios por medio de cada uno de sus enviados. El segundo paso consiste en que todo el pueblo es testigo de que Dios cumple la palabra que le ha hecho llegar. Es por ello que sus liturgias en el Templo proclaman, una y otra vez, la alabanza a Dios, que es fiel y leal a sus palabras. Dios se ha comprometido consigo mismo al pronunciarlas. En definitiva, sus palabras son de fiar: “Las palabras del Señor son palabras auténticas, como plata limpia de ganga refinada siete veces” (Sl 12,7).
Todo este cúmulo de promesas anunciadas y cumplidas, quedan consignadas como memorial en unos escritos que reciben el nombre de La Biblia. Ésta se convierte en la médula de toda historia de fe y salvación que Dios, en su inmensa misericordia, hace con cada hombre.
En este sentido, lo que Moisés dice al pueblo -“Dios peleará por vosotros”- no es una especie de sublimación de una realidad de peligro que se cierne sobre esta multitud; es Dios mismo salvándolo. Israel grabó estas palabras por escrito no porque fueran muy bonitas o fantásticas, sino porque se cumplieron, como veremos en catequesis posteriores. Lo que ahora nos interesa es que sí, que Israel tiene una experiencia forjada a lo largo de su historia del Éxodo: la de que Dios, el que les habló, estuvo siempre a su lado.
Recordemos otro momento límite del pueblo elegido en su camino de liberación, hasta llegar a alcanzar y tomar posesión de la tierra prometida. Al arribar a los pies de la montaña que les introducía donde los amorreos, primer pueblo que habitaba Canaán, los israelitas se asustaron. Habían enviado unos exploradores para tantear el terreno, y lo que éstos vieron, y después dijeron al pueblo, les desanimó por completo: “…Pero los hombres que habían ido con él dijeron: No podemos subir contra ese pueblo, porque es más fuerte que nosotros. Y empezaron a hablar mal a los israelitas del país que habían explorado, diciendo: El país que hemos recorrido y explorado es un país que devora a sus propios habitantes. Toda la gente que hemos visto allí es gente alta” (Nm 13,31-32).
Poca diferencia hay entre el Israel que está a punto de ser aplastado a la salida de Egipto, y el que se da de bruces al llegar a las puertas de la tierra prometida. Si al principio de su éxodo, las cavernas de la muerte se presentaron ante el pueblo con toda su brutalidad, la muralla inexpugnable que se les presenta al culminar su travesía, les lleva a pensar que el desierto que querían dejar atrás se va a convertir en su inmenso cementerio.
Yahvé peleará por vosotros, gritó Moisés a esta multitud, paralizada por el miedo y la desesperación. Yahvé combatirá por vosotros, volverá a escuchar este pueblo al sentirse de antemano derrotados ante las murallas que les impiden el paso a la tierra prometida: “…No os asustéis, no tengáis miedo de ellos. Yahvé vuestro Dios, que marcha a vuestro frente, combatirá por vosotros, como visteis que lo hizo en Egipto…” (Dt 1,29-30).
Todos estos acontecimientos son signo y figura de la victoria de Dios sobre el mal del mundo. Por supuesto que, al igual que Israel, todos nos ponemos a temblar cuando el mal extiende sus alas sobre nosotros. Se nos caen los brazos, somos presa del desánimo cuando constatamos nuestra relación con el mal. Me explico: somos conscientes de que no sólo padecemos pasivamente el mal, sino que también cooperamos con él. Al llegar a estas situaciones límites, nos preguntamos: ¿Dónde está nuestro Moisés que nos diga: No temáis, Dios peleará por vosotros?
Pues sí, tenemos nuestro propio Moisés, el nuevo, el definitivo. Éste no va a decir: “Dios peleará por vosotros”, sino ¡Yo, que soy uno con el Padre (Jn 10,30), pelearé por vosotros! Más aún, nos hace ver que su victoria sobre el mal es tan inapelable como fulminante: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Es victoria del Señor Jesús. No es una especie de trofeo que podemos contemplar y admirar en una vitrina. Es su victoria y, a causa de Él, también la nuestra: “Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe” (1Jn 5,4).