El vuelo de Raúl
| Raúl era un niño inquieto, pequeño, más pequeño de lo normal. Por esta razón su madre estaba muy pendiente de él y él, a su vez, buscaba el modo de escabullirse de su madre para, como él decía, ser él mismo.
Pero lo que más le ilusionaba a Raúl era volar o todo lo que tuviera que ver con alcanzar el cielo y permanecer en él. Era tan feliz con el vuelo de un pájaro como con un globo que viera volar. Ni que decir tiene que su futuro lo veía pilotando un avión.
Aquella mañana aprovechó un descuido de su madre para salir corriendo hacia la montaña donde hacía unos días, el día de su cumpleaños, le habían llevado a ver volar a un halcón. Se había aprendido el camino de ida y estaba seguro de que sabría volver antes de que su madre lo echara en falta.
Aún no había llegado al lugar, cuando pudo divisar un ave sobrevolando la zona. Era ella, estaba seguro de que era la misma ave rapaz que había conocido. Se acercó corriendo al mismo punto de la otra vez y vio como el ave volaba a su alrededor hasta que Raúl extendió su brazo y el ave con sumo cuidado se posó en él. La emoción de Raúl era inmensa, nada podía contenerla, ni las lágrimas podían contenerse en su cuerpo.
El halcón, cauteloso, se acercó un poco más al rostro de Raúl y ante el asombro de este le preguntó:
– ¿Por qué lloras?
– Yo quería estar ahí arriba -contestó Raúl mientras enjugaba su llanto- pero no puedo volar como tú.
Tan ensimismado estaba mirando el cielo que no se había dado ni cuenta que el gran pájaro le había hablado. Con lo que la conversación continuó con total naturalidad.
– ¿Por qué deseas tanto el cielo? -dijo inquisitorio el halcón.
– No sé muy bien, pero si es tan hermoso el cielo y es solo una capa azul salpicada de nubes que lo decoran ¿te imaginas lo que nos debe de estar esperando detrás?
– No sé -murmuró el ave- pero he surcado esos cielos millones de veces y, créeme, no hay nada detrás.
– JA -gritó Raúl- ¡porque tú no quieres verlo! Pero mamá siempre dice que el hombre será plenamente feliz cuando llegue al cielo. Y, créeme, mamá siempre tiene razón. Lo que todavía no sé es qué hay que hacer entonces para llegar allí.
– Morir -afirmó el halcón con plena seriedad- y cuando sea tu momento lo sabrás.
– ¡Entonces no quiero atravesar ese cielo! -respondió Raúl, apartándose un poco de la cercanía del ave.
– Bueno, morir y amar. Son los dos únicos requisitos para alcanzarlo. Y tú ya has aprendido a amar ya que te acercas a mí sin temor -dijo el halcón.
En esta conversación estaban cuando Raúl se dio cuenta de que se había hecho demasiado tarde. Volvió lo más rápido que pudo. Llegó a casa sin que su madre se diera cuenta, pero ese esfuerzo pasó factura a su frágil y pequeño cuerpecito.
Al día siguiente Raúl era ingresado en el hospital con muy pocas esperanzas de salir. Cuando despertó le pidió a su madre un globo, un globo grande y rojo. A las pocas horas su madre había atado a su cama el globo rojo más grande que jamás había visto.
Mientras la madre de Raúl esperaba los informes del médico, se fijó en un cuadro que había en la habitación. Era un cuadro sereno que representaba un enorme cielo azul. La madre parpadeó y al volver a mirar el cuadro pudo ver a Raúl surcando el aire con su cuerpecito atado al globo rojo. Estaba feliz, saludó a su madre y subió y subió atravesando el cielo. Despacito, alegre. Lleno de la emoción de por fin ser él, cruzó el cielo abandonando el globo. Podía volar, ahora sí podía. De pronto un coro de ángeles se unió a su vuelo. Y cuál fue su sorpresa cuando en medio de esos ángeles apareció el halcón.
Hoy Raúl había cruzado el cielo y unos brazos de Padre le habían recogido.