Noche de guardia
, Misionero comboniano
“Dijo Yahveh a Moisés y Aarón en el país de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año. Hablad a toda la comunidad de Israel y decid: El día diez de este mes tomará cara uno para sí una res de ganado menor por familia, una res de ganado menor por casa…” (Éx 12,1-3…)
Obviamos los textos que narran las plagas sufridas por Egipto por despreciar y enfrentarse a Dios. Sí, porque éste es el núcleo catequético que encierra este castigo. Al oprimir a Israel, Egipto está desafiando a su Dios, al Único, quien sale en su defensa poniéndose frente al Faraón y sus ejércitos. No se puede oprimir al pueblo de Dios en vano. Lo dijo Él mismo cuando escogió a Abraham, padre de Israel: “Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan” (Gé 12,3).
Entramos, pues, en la institución de la Pascua, el paso de Yahveh por tierra de Egipto hiriendo de muerte a sus primogénitos incluido el del Faraón, al tiempo que salvaba a su pueblo. Las prescripciones acerca de la Pascua nos son bien conocidas. Destacamos la premura con la que deben de comer esa noche, de ahí el pan ázimo, no pudieron esperar a que fermentase, pues debían de ponerse en camino. “Así lo habéis de comer; ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis de prisa. Es Pascua de Yahveh. Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, Yahveh (Éx 12,1-2).
Los manantiales catequéticos que brotan de paso-pascua de Dios por Israel abriendo las puertas a su libertad son innumerables. Tengamos en cuenta que es el alfa y omega de la espiritualidad del pueblo santo y, por supuesto, también de la nuestra, de los discípulos de Jesús, quienes con su pascua-paso al Padre nos abrió las puertas del Reino de Dios.
Dado que, repito, la experiencia pascual del pueblo santo se abre en infinidad de catequesis que se entrelazan unas con otras, quiero centrarme en una de ellas que me parece podría ser el eje y fundamento de todas ellas: la Pascua de Yahveh fue posible porque Él mismo estuvo de guardia velando toda esa noche santa. Entresacamos de la narración este texto de incomparable belleza: “El mismo día que se cumplían los cuatrocientos treinta años, salieron de la tierra de Egipto todos los ejércitos de Yahveh. Noche de guardia fue ésta para Yahveh, para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de guardia en honor de Yahveh para todos los israelitas a lo largo de todas sus generaciones” (Éx 12,41-42).
Noche de guardia la de Yahveh, pendiente de su pueblo que iniciaba su andadura hacia la tierra prometida. Noche de guardia como la que hace una madre con su hijo en brazos aquejado por la enfermedad, sabe bien que sólo sus cuidados podrían ahuyentar el estigma de la muerte. Por ello para la noche entera apretándole contra su pecho protegiéndole con su afecto y calor. Noche de guardia la de Dios que “acordándose de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob” (Éx 2,24), se dijo a sí mismo: ¡Esta noche velaré sobre vosotros y os abriré el camino, esta noche seréis libres!
En esta noche santa Israel no puede dormir ni descansar, Dios tampoco. El pueblo tiene que ponerse en camino, Dios les precede. Noche de guardia, noche de amantes. El Fuerte se acerca al débil diciéndole: ¡no temas, aquí estoy yo para salvarte! El débil no sale de su asombro, pero al igual que en aquella otra noche de guardia Jacob se agarró a Dios y no le soltó hasta que le arrancó su promesa protectora (Gén 32,27…), también él se aferra a lo increíble que le está aconteciendo: que Dios haya ido a su encuentro rebosante de compasión y ternura. Noche de guardia del Fuerte para salvar, y del débil para ser salvado.
Noche de guardia también la de Israel, pendiente de que su Dios cumpliera sus promesas de salvación dadas a sus patriarcas Abraham, Isaac y Jacob. Noche de guardia, de espera anhelante, que el salmista, inspirado por el Espíritu Santo, grabó a fuego en la liturgia salmódica del pueblo santo. “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma espera en el Señor más que el centinela la aurora. Espere Israel al Señor como el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa…” (Sl 130,5-7).
A estas alturas conviene recordar algo que bien sabemos: que todo en el Antiguo Testamento converge hacia su total cumplimiento en el Hijo de Dios. De Él hablaremos ahora, de su noche de guardia para salvar al hombre, no para juzgarlo, tal y como se lo hizo saber a Nicodemo: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17).
En aquella noche de guardia que empezó con la cena pascual, el Hijo de Dios creó lo que Juan llamó “el amor hasta el extremo” (Jn 13,1). Noche de guardia, noche santa, sí, pero noche interminable. Dejando atrás las lámparas que iluminaban el cenáculo, se hizo palpable e hiriente como una pesada losa la noche en el Huerto de los Olivos. Losa que cayó pesadamente sobre el Señor Jesús con tal violencia que dio con su cuerpo por tierra (Mt 26,37-39).
Poco pudieron disfrutar los ojos del Hijo de Dios con la luz del alba. Recordemos, pasó de mano en mano como quien tasa y desprecia una vasija descascarillada: de Judas a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato a Herodes; vuelta a Pilato, y de éste al pueblo, que le consideró menos digno de vivir que a Barrabás.
Noche de guardia la de Jesús, noche del amor creado y creador hasta que fue levantado en la cruz. Ya no pasaba de mano en mano. Quién sabe su aun en medio de atroces sufrimientos podría morir en paz. Pues no, apenas alzado hacia lo alto, nos dice el Evangelio que “los que pasaban por allí le insultaban meneando la cabeza y diciendo: tú que destruyes el Santuario y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz! Igualmente los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él…” (Mt 27,39…).
No, no había terminado la noche de Jesús; y para que fueran visibles las tinieblas de su alma, aparecieron también las tinieblas cósmicas: “desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona” (Mt 27,45). Cuando todo oscureció todos enmudecieron. Acabado el repertorio de burlas y afrentas, las tinieblas se agarraron como garfios al cuerpo del crucificado. Noche de guardia. Noche santa la del Hijo de Dios. Se sintió abandonado por todos, hasta por su Padre. Noche de guardia. Noche de liberación para la humanidad entera. Noche terrible que oyó el resonar del hombre-Dios en su más extrema aflicción: ¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado! En este grito, el Hijo de Dios encarnó la figura de Job, mas también inició su camino de vuelta a la casa del Padre llevando sobre sus espaldas al hijo pródigo que todos somos. Acabo de decir que en este grito Jesús encarnó la figura de Job. Cierto, la encarnó y la llevó a total cumplimiento, pues no por casualidad el nombre de Job significa ¿dónde está mi Padre?
Noche de angustias, noche de Ausencia, noche que fue abierta de par en par como antaño el mar Rojo cuando el crucificado volvió a gritar, pero esta vez desde la luz oculta de su alma. Desde ella elevó sus ojos hacia lo alto y clamó victorioso: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!
Clamó e hizo un roto indeleble al manto tenebroso de la muerte. A través del imperceptible rasgado, su grito llegó hasta el corazón del Padre y abrió para todos nuestro particular camino sobre las aguas, nos abrió a la vida. Él, que lo abrió, fue el primero en pasar. Recordemos el texto con el que Juan introduce el magno y único acontecimiento de la última Cena: “Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13.1). El evangelista está anunciando el paso, la Pascua de su Señor, y también la nuestra apoyándose en la promesa que proclamó antes de entrar en su noche de guardia: “Cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Yo pasaré al Padre, los que crean en mí también, mi Pascua es la suya.
Noche de guardia, de amantes, dijimos anteriormente; de Yahveh para salvar y de Israel para caminar con y hacia Él. Sólo desde la libertad podría llegar a ser pueblo santo y heredad de Dios, tal y como cantaron los israelitas a voz en grito cuando atravesaron el mar Rojo protegidos por Él: “Pavor y espanto cayó sobre ellos. La fuerza de tu brazo los hizo enmudecer como una piedra, hasta que pasó tu pueblo, oh Yahveh, hasta que pasó el pueblo que compraste. Tú le llevas y le plantas en el monte de tu herencia hasta el lugar que tú te has preparado para tu sede, Señor Dios nuestro…” (Éx 15,16-17).
Si así fue la noche de Pascua para Israel teniendo en cuenta que no era sino figura de la verdadera Pascua, el camino abierto por el Hijo de Dios que atravesó los cielos (Hb 4,14), ¿cómo será para nosotros? Si la Pascua, que significó la salida de Egipto hacia la libertad, provocó tanta alegría, fiesta y, sobre todo, tanto amor en estos hombres tan golpeados por la vida, ¿de qué dimensión de amor podríamos hablar los que encaminamos nuestros pasos en esta Pascua definitiva, la que rompiendo, uno tras otro, todos los velos incluido el de la muerte (1Co 15,26), culmina en el seno y regazo del Padre (Jn 1,18)?
Él está en el seno-regazo del Padre, y nosotros también. Nuestro Señor Jesucristo así lo quiere y así lo hizo saber a los suyos: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn 14,2-3). Justamente para llegar a alcanzar esta morada para nosotros se abrió camino en su noche de guardia, se abrió camino dejándose abrir en la Cruz.
Noche de guardia la de Jesús por excelencia, noche de guardia también para los que creen en Él y en su santo Evangelio, noche de entrega y de decisiones. Noche de miedos, de riesgos, también de locuras: las locuras del amor, las locuras de quien no repara en gastos, el gasto de la propia vida, la locura de quien se libera de todo convencionalismo y prudencias calculadas para iniciar un camino de discipulado, para seguir a su Señor.
Sí, porque ¿hay algo más “imprudente” que el Evangelio?, tan imprudente y al mismo tiempo fantasioso que invita al que cree en él a volar hacia lo más alto con la promesa de que sus páginas son más firmes y consistentes que las de las águilas; hay que ser muy imprudente para creer esto. Gracias a Dios no falta en cada generación estos imprudentes que con sus vidas proclaman la veracidad de la Pascua abierta por el Hijo de Dios para todo hombre.
Ponemos en escena una de las figuras más ingenuas e imprudentes según la sabiduría de Dios que nos ofrece el Evangelios: María Magdalena. También ella –como todos los amantes de Dios- tuvo su noche de guardia para encontrarse con su Hijo. Hagamos memoria. Jesús había muerto en la cruz, su cuerpo exánime yacía en el sepulcro. Aparentemente todo había terminado, hasta sus discípulos más allegados no dieron crédito al anuncio de su resurrección, tal y como vemos en el pasaje de aquellos dos de Emaús que, apesadumbrados, pusieron tierra por medio alejándose de Jerusalén. En su huida dieron por finalizado su seguimiento al supuesto Mesías. Fue Él bajo la figura del Buen Pastor quien salió a su encuentro recordándoles la fiabilidad eterna de las Escrituras: “¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera todo eso y entrara así en su gloria?…” (Lc 24,25-26).
Herido por la más cruel de las incredulidades, del seno del grupo apostólico emerge una mujer: María Magdalena, discípula de Jesús de las de primera hora (Jn 8,1-2). Sobreponiéndose al escepticismo y desánimo de todos sus compañeros, se agarra a la audacia de buscar al Señor, a su Señor, como ella misma dice expresamente hecha un mar de lágrimas (Jn 20,13).
Hablamos de audacia y también de imprudencia en esta mujer porque no se le ocurre otra cosa que ir hacia el sepulcro donde Jesús fue enterrado, en la madrigada del domingo cuando aún no había amanecido: “El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro…” (Jn 20,1…).
Lo que hace esta mujer rompe por completo las más elementales líneas del sentido común. Se encamina hacia el sepulcro, aún de noche, y esto teniendo en cuenta que Jesús había sido sepultado fuera de las murallas de Jerusalén. Se expone temerariamente a todos los peligros habidos y por haber. Tengamos en cuenta a los salteadores de caminos que se apostaban en las afueras de las ciudades. Parece que nada de esto le importa. No hay duda, le mueve algo que es superior a ella misma; de ahí la agilidad de sus pies, digamos que marchan con la misma rapidez que los latidos de su corazón.
Imprudentemente. Sí, ¡bendita imprudencia la de esta mujer! Es la imprudencia de los verdaderos amigos de Dios, la de los incondicionales del Evangelio, tal y como el Padre lo puso en la boca de su Hijo y éste en los oídos y corazón de sus discípulos: “He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado…” (Jn 17,6-8).
Esta imprudencia permitió a María Magdalena vivir amorosamente su particular-noche de guardia. No hay búsqueda y encuentro con Dios sin pasar por esta experiencia, sin esta noche de guardia. En este caso la imprudencia se presenta como una de las caras más luminosas del amor perfecto. Por otra parte, esta imprudencia es el denominador común de todos los santos, hombres y mujeres que con su vida testifican, como dice el salmista, que Dios no les ha mentido ni engañado, por el contrario, que ha sido leal con ellos en todas y cada una de sus palabras: “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios; en la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es justo, que en mi Roca no existe falsedad” (Sl 92,13-16).
Noche de guardia maravillosa la de María Magdalena. De todas formas y para deshacer equívocos hemos de decir que esta mujer desafió la noche con sus peligros porque buscaba no un cadáver sino al Señor, a su Señor, que es el título del Resucitado. No es, pues, el suyo un amor neurótico sino el Amor que surge de la Palabra creída a Jesucristo. Le busca en cuanto Señor, y por su perseverancia comprendemos que no está dispuesta a renunciar ni desistir en su búsqueda. Si así lo hiciese, estaría renunciando a la profecía del salmista: “…Tú eres mi Señor, mi bien, los dioses y señores de la tierra no me satisfacen… El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano, me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad…” (Sl 16).
Ahora entendemos la intransigencia de esta mujer a la hora de buscar; no estaba en absoluto dispuesta a dejar caer en tierra tanta promesa de Dios que habrían de cumplirse por medio de su Hijo. Por ello salió a su encuentro cuando nadie se sintió con fuerzas para hacerlo. Entró en la noche, se abrazó a su noche de guardia. En ella, aparentemente desvalida, buscó y esperó a su Señor. Digo lo de aparentemente desvalida porque Dios nunca suelta de su mano a quien así le busca aunque sea de noche.
Su Señor –aquel de quien hablaba el salmista- vestido de jardinero le preguntó: mujer, ¿por qué lloras, a quién buscas…? Intercambiaron palabras hasta que Él le dijo: ¡María! Al oír su nombre, los hasta entonces tímidos y pálidos rayos de la alborada se abrieron, mejor dicho, estallaron en una multiplicidad de luces innumerables. No era para menos, Él, su Señor, el Amor de su alma (Ct 3,1) la había llamado por su nombre: la hizo suya tal y como estaba profetizado: “Ahora, así dice Yahveh tu creador, tu plasmador, Israel: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre: tú eres mío” (Is 43,1).