El viento de Dios (I)

Viento

Antonio Pavía, Misionero comboniano

“Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahvé hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda. Los egipcios se lanzaron en su persecución…” (Éx 14,21-24).

Habíamos visto cómo Dios se había interpuesto entre su pueblo y el ejército de Egipto para protegerlo. A continuación, tal y como Dios se lo había ordenado, Moisés extendía su mano sobre el mar; lo hemos podido ver en textos anteriores en los que quedó patente que Dios se sirve de Moisés para mostrar su poder; para ello le mandó extender su mano. Sabemos que ésta, igual que el brazo, simboliza en la Escritura la fuerza y el poder. Aunque todo ello ha sido ya comentado ampliamente, no nos viene mal traer a colación la experiencia de fe del salmista que se sabe a salvo porque Dios, a quien ama, ha extendido su mano frente a sus enemigos: “Doy gracias a tu nombre por tu amor y tu verdad, pues tu promesa ha superado tu renombre. El día en que grité, tú me escuchaste, aumentaste la fuerza en mi alma… Si camino en medio de angustias, tú me das la vida, frente a la cólera de mis enemigos, extiendes tú la mano y tu diestra me salva: Yahvé lo acabará todo por mí ¡Dios mío, tu amor es eterno, no abandones la obra de tus manos!” (Sl 138,2-8).

Así pues, tal y como leemos en el texto, Moisés extendió sus brazos en el mar, imagen de la muerte y la destrucción. Extiende su mano sobre la muralla inexpugnable de agua, que no sólo impide a Israel continuar su camino, sino que le deja a merced de sus enemigos que están ya a sus espaldas. Una vez que Moisés extiende su mano sobre el mar, Dios hizo soplar un viento fortísimo que se abrió paso entre las aguas dividiéndolas en dos.

Recogemos este hecho impresionante y nos acercamos al Calvario. Allí nos damos cuenta, asombradísimos, de cómo Dios repite en la cima del monte, en la muerte de su Hijo, el acontecimiento del mar Rojo, sólo que ahora en su plenitud; es el acontecimiento que salva no a un pueblo sino a toda la humanidad; no a Israel, el elegido, sino al hombre, sea quien fuere.

Moisés extiende su mano manifestando así el poder de Dios sobre el mal. Jesús, el Hijo, extiende sus manos en la cruz. Aparentemente no se da ninguna victoria sobre el mal. Más aún, éste, por medio de la mentira y el fanatismo de toda una muchedumbre, parece que gana la partida. Aprisiona las manos del Mesías contra la madera atravesándolas con unos clavos.

El mal vence a Jesús; la evidencia no puede ser más categórica. Sin embargo, hay algo que todos los asistentes al Calvario no pueden ver. Jesús está llevando a cabo las Palabras que el Padre había puesto en sus labios, como nos viene atestiguado en el Evangelio (Jn 12,49-50).

Estoy afirmando que el Hijo de Dios desarma todo el poder del mal haciéndole caer en su propia trampa; no resistiéndose a él tal y como ya lo había anunciado catequéticamente en el Sermón de la Montaña: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no os resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto” (Mt 5,38-40).

Por supuesto que el Hijo de Dios murió con sus manos clavadas, vencidas, derrotadas. Poco duró el canto de victoria del Maligno. Así como en el paso del mar Rojo Dios hizo soplar un viento que lo dividió en dos partes, también hizo descender sobre la tumba de su Hijo el soplo de vida. El sepulcro se partió en dos o en mil pedazos, qué más da. ¡Volvió a despedazarse el mar de la muerte, sólo que esta vez para siempre! Mar que a todos nos tiene atemorizados y que tantas veces nos hace dudar de que Dios nos quiera realmente, que se preocupe de nosotros.

El mar Rojo se secó cuando fue golpeado por el viento de Dios. El sepulcro, la caverna en que la muerte guardaba lo que creía que era su victoria, fue saqueado, despojado. Al romperse salió al descubierto el camino de la Vida ya profetizado por el Señor Jesús: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

Por supuesto que el Príncipe del mal y de la mentira no va a cejar en su empeño de intentar desestabilizarnos con el miedo al sufrimiento, a la soledad, a la enfermedad…, en definitiva, con todo aquello que de alguna forma nos mata. Nos puede tentar, e incluso a veces vencer; pero hay un hecho incontestable: perdió su batalla con Jesucristo, fue sometido con su resurrección. Magistralmente nos lo dice el autor de la carta a los Hebreos: “Por lo tanto, así como los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó él -Jesús- de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al Señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertad a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,14-15).

Israel se abre camino en medio del mar y se introduce en él a pie enjuto, tal y como nos lo describe el texto. Nadie puede detener su marcha hacia la libertad porque el Señor su Dios tiene decidido en su corazón que el pueblo que le ha de dar culto tendrá como sello de identidad un corazón libre de cualquier poder del mundo.

No lo entienden así los egipcios, de hecho salieron en su persecución. En su dureza de corazón no dudaron en adentrarse, también ellos, en el camino que Dios había abierto para su pueblo en medio del mar. Digo en su dureza de corazón, a la que llamo insensatez, pues habían ya sufrido en su propia carne la destrucción provocada por las plagas al intentar oponerse al Dios de Israel. Parecía que esa terrible experiencia habría de ser más que suficiente para marcar distancias con Aquel que protegía a su pueblo. No fue así y, como escuchamos en la Escritura, “se lanzaron en su persecución entrando tras ellos en medio del mar”.

He aquí una primera puntualización catequética que podemos deducir de estos acontecimientos. Por más que el hombre quede empobrecido, carente de valores, e incluso, esclavo de la obra de sus propias manos –que no de las de Dios-, parece que no desiste en su empeño de oponerse a Él. Un oponerse que le causa estragos, sobre todo en lo que respecta al crecimiento de su propia dignidad. No es mi intención en absoluto ser pesimista, pero creo que todo hombre que pretenda anular su impulso natural hacia la trascendencia es como si se estuviera mutilando.

Volviendo al hecho de que Dios abre un camino en medio de la muerte para su pueblo bajo la bandera de la libertad, fijemos nuestros ojos en Jesucristo: ¡Él es nuestra libertad! Gloriosa es la libertad de los hijos de Dios, proclama, embargado por la emoción, el apóstol Pablo en su carta a los Romanos: “La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,20-22).

Libertad gloriosa, por supuesto que a años luz de aquella tras cuya apariencia se esconden las cadenas y grilletes de la esclavitud más traumática. Libertad tan radicalmente escasa que necesita de foros y altavoces para ser proclamada altisonantemente con sus palabrerías por aquellos que se consideran amos y dueños del mundo, como bien lo expone el apóstol Pedro: “Estos son fuentes secas y nubes llevadas por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas. Hablando palabras altisonantes, pero vacías, seducen con las pasiones de la carne y el libertinaje a los que acaban de alejarse de los que viven en el error” (2P 2,17-19).

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