Dios abre el camino sobre las aguas

La travesía del mar rojo
La travesía del mar rojo (Frans Francken el Joven y Ambrosius Francken II)

Antonio Pavía, Misionero comboniano

“Dijo Yahvé a Moisés: ¿Por qué sigues clamando a mí? Di a los israelitas que se pongan en marcha. Y tú, alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los israelitas entren en medio del mar a pie enjuto…” (Éx 14,15-20).


La llamada de atención de Dios a Moisés –“¿Por qué sigues clamando a mí?”- nos da a entender que también él se unió al resto del pueblo en sus gritos de angustia, ante el peligro inminente al que estaba expuesto; en definitiva, que todo Israel era un coro de clamores desesperados ante el abrazo que la muerte le tendía.

La exhortación de Dios a Moisés abre un venero bellísimo, que nos hace ver la relación que Dios desea tener con todo aquel que le busca con corazón sincero. Estos buscadores se convierten en signos del amor y la salvación de Dios para el mundo entero. Es en este sentido que hemos de aproximarnos a la relación entre Dios y Moisés. ¿Por qué clamas a mí?, le dice Dios. ¡Alza tu cayado y extiende tu mano sobre el mar!… Se partirá por medio, y el pueblo podrá cruzarlo con sus propios pies.

La catequesis que Dios en persona está dando a Moisés es fortísima; se resume en unas pocas palabras: ¡No estás solo, Yo estoy contigo! No tiembles… Tú ya has hecho la experiencia del poder y la fuerza con la que he revestido tu brazo. ¡Ánimo!, permanece firme en tu misión porque yo no te abandonaré: ¡Estoy en ti!

Esto es lo que Dios dice a Moisés, le invita a hacer memoria, a recordar que cuando se manifestó a él en la zarza y le confió la misión, le permitió primero plantear sus miedos e incapacidades. Sabemos cómo, a continuación, le dio a conocer que no tenía en cuenta ninguna de sus protestas y objeciones, dado que Él mismo le iba a acompañar a lo largo de su misión: “Dijo Moisés a Dios: ¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? Respondió: Yo estaré contigo y ésta será para ti la señal de que yo te envío: Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte” (Éx 3,11-12).

Moisés cree lo que Dios le dice, asegura y promete. Sin embargo, necesita que le confirme, una y otra vez, todo lo que le ha dicho con hechos y obras concretas; algo a lo que Dios accede, dada la natural desconfianza que todo hombre tiene con respecto a Él siempre que se trata de poner su vida entera en juego.

Recordemos uno de los múltiples encuentros entre Dios y Moisés en el que éste es robustecido y fortalecido en su fe, haciéndole ver que su experiencia al pie de la zarza no fue un golpe de calor o un sueño. Me estoy refiriendo a aquel momento en que Moisés objeta a Dios que el pueblo no le va a hacer caso, que no se va a creer que Él le haya hablado y, menos aún, que le haya enviado a liberarle. Dios le deja explayarse para decirle a continuación: “¿Qué tienes en tu mano? Un cayado, respondió él. Yahvé le dijo: Échalo a tierra. Lo echó a tierra y se convirtió en serpiente; y Moisés huyó de ella. Dijo Yahvé a Moisés: Extiende tu mano y agárrala por la cola. Extendió la mano, la agarró, y volvió a ser cayado en su mano… Para que crean que se te ha aparecido Yahvé…” (Éx 4,2-5).

Extiende tu mano y agarra la serpiente…, no te hará daño. En realidad no es tu mano la que domina la serpiente –imagen del mal-, sino Yo. No es tu mano sino la mía la que hará posible que Israel salga hacia la libertad. No temas, ¡yo estoy contigo!

¡Yo estoy contigo! He ahí la consigna indeleble que llevan grabada en el alma todos los enviados de Dios. Así ha de ser… ¡por necesidad y justicia!, dado que la misión encomendada por Dios está a años luz de sus posibilidades; dicho de otra forma, no es una misión humana sino divina.

Yo estaré contigo, le dice Dios a Jeremías al enviarle al pueblo de Israel. Le advierte de antemano que este pueblo le va a rechazar de plano, pero que no se preocupe porque le fortalecerá con la dureza del hierro y el bronce: “Por mi parte, mira que hoy te he convertido en plaza fuerte, en pilar de hierro, en muralla de bronce frente a toda esta tierra, así se trate de los reyes de Judá como de sus jefes, de sus sacerdotes o del pueblo de la tierra” (Jr 1,18).

El profeta obedece; los peores presagios que Dios mismo le había anunciado, se cumplen. El profeta conoce el rechazo, incluso el sarcasmo del pueblo a quien ha sido enviado. ¿Cómo reacciona ante estos huracanes que le azotan sin piedad? Como un verdadero hombre de fe. Ha conocido a Dios en el desamparo, a un Dios entrañablemente cercano. De esta experiencia aparentemente demoledora, ha salido un hombre nuevo con la suficiente confianza en Dios como para confesar públicamente que no le ha dejado solo, tal y como se lo había prometido: “Pero Yahvé está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su imprudencia: confusión eterna, inolvidable… Cantad a Yahvé, alabad a Yahvé, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de las manos de los malhechores” (Jr 20,11-13).

Recordemos que cuando Israel sale de Egipto se nos dice que caminaba bajo la protección de Yahvé. Protección que se hacía visible en el hecho de contar con su compañía tanto de día en forma de columna de nube, como de noche bajo el signo de columna de fuego (Éx 13,21).Tranquilo y confiado caminaba Israel hacia su libertad, nada se interponía en su marcha.

Ahora, sin embargo, han cambiado las cosas. No es que Yahvé haya dejado de caminar con su pueblo; la cuestión es que, con el ejército egipcio a sus espaldas, los ojos de los israelitas sólo ven el peligro. No se detienen a comprobar si Dios les sigue acompañando o no, si está a su lado en forma de nube o de fuego; estos signos de su presencia y protección quedan oscurecidos ante la furia y el fragor que sale de las gargantas de sus enemigos. De ahí los gritos de angustia y desesperación de estos pobres hombres, que son incapaces de ver que Dios no se ha apartado de ellos.

Como siempre, nos dejaremos educar por Dios en la fe sirviéndonos, como así ha de ser, de su Palabra. Empezaremos por abrir una lanza a favor de los israelitas, que son presa del miedo ante el olor de la muerte que les golpea la cara. Miedo que es común a todo hombre que se precie de ser normal. La desconfianza ante la calamidad que se nos viene encima se adecua a nuestro modo de ser, a nuestra propia psicología, y esto hemos de aceptarlo así, como es. Más aún, asumir esta nuestra debilidad nos hace más humanos.

Otra cosa es que vayamos creciendo progresivamente en la educación y en la fe, a causa de lo cual, pasados nuestros momentos de miedo ante problemas y desgracias concretos, sepamos ver que el Dios que nos dio la vida y en quien encontramos la inmortalidad sigue a nuestro lado. En este sentido, tal y como puntualiza el autor del libro del Éxodo, hemos de tener ojos para ver a Dios como aquel que nos cuida y protege con más mimo y solicitud en nuestras horas bajas, que cuando no somos zarandeados por el mal en todas sus dimensiones: injusticias, enemigos, persecuciones, enfermedades, etc.

Me tomo la libertad de afirmar que Dios redobla en estos casos su solicitud con nosotros, partiendo de la experiencia que hace Israel a la salida de Egipto. Recordemos que en sus primeros pasos, cuando su caminar era holgado y sin contratiempos, Dios marchaba sin más al frente de su pueblo guiándole y trazando su marcha en forma de nube y fuego, como ya dijimos anteriormente. Mas cuando su pueblo se vio acosado por los egipcios, pasó a la retaguardia interponiéndose como escudo ante sus enemigos.

No hay duda de que toda la Escritura es en sí historia de salvación. La fe no se inventa, no hay que buscarla en rarezas, visiones ni apariciones… Éstas, si son verdaderas, tendrán que ver con otros aspectos de la vida espiritual, pero no con la fe. Nuestra fe, la que realmente agrada a Dios, está dibujada por Él mismo en su Palabra. En este sentido, todo el libro del Éxodo es un canto a Dios que se compadece de nuestra debilidad y que, con una paciencia inusitada, nos va enseñando a fiarnos de Él. Fiarnos de Él en todas las circunstancias de nuestra vida…, también las adversas.

La Escritura abunda en descripciones de personas que viven esta fe adulta, personas que se mantienen firmes aun cuando las adversidades caen sobre ellas. Llama la atención la descripción que hace el autor del salmo 112 acerca de un hombre de fe. Afirma que el justo no teme las malas noticias. Da por sentado que, como todo ser viviente, también las tiene, mas no se deja invadir por el miedo: “Feliz el hombre que se apiada y presta, y arregla rectamente sus asuntos. No, no será conmovido jamás, en memoria eterna permanece el justo; no tiene que temer las malas noticias, firme es su corazón, confiado en Dios…” (Sl 112,5-7).

Permaneced firmes en mí, dice Jesús a los suyos. Yo os enseñaré y ayudaré a ser fieles al Padre, como lo soy yo. Fiaros de mí y seréis testigo de lo que el Padre hará conmigo: no me dejará ni abandonará, no permitirá que mis enemigos canten victoria. ¡Resucitaré! Tampoco yo os abandonaré, no os soltaré de la mano, venceré vuestros miedos y conoceréis la verdad, y con ella, la libertad: “Decía, pues, Jesús a los judíos que habían creído en él: Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).

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