Cumpliendo de Corazón

(artículo recuperado del número 88 de la revista)
Presentación en el templo
María y José viajan de Belén a Jerusalén para presentar a su Primogénito en el templo, consagrarlo a Dios y cumplir así la ley. No es de extrañar que un Hijo criado en el seno de una familia en la que la ley no sólo se cumplía sino que también se amaba, sea tan delicado como lo fue después, en su vida pública, en cuanto a la observancia y respeto de la misma.
Es curioso cómo esos tres corazones tienen un mismo latir… unas mismas actitudes de amor a Dios y al prójimo. Lo vemos también en el hecho de que Jesús, siendo Dios, renuncia a todo privilegio divino y se hace uno entre muchos, se hace siervo… María y José, sin saber aún todo eso, al menos tan explícitamente como lo como lo sabemos nosotros ahora, renuncian a todo privilegio de “padres de Dios” y van como todos, cumplen con las prescripciones de la ley como todos… o más bien como los más pobres, ofreciendo tórtolas o pichones, que era el sacrificio de los más humildes.
Es muy bonito verlo, ¡y es fuente de vida vivirlo!, quizá ésta es la lección que nos quiere hacer llegar la Virgen sobre cómo encontrar a Jesús, ¡sobre cómo ser feliz! Pero vivir así no se da de manera espontánea en nosotros, que solemos tender a que nos traten de modo especial, a buscar privilegios, a sentirnos valorados, reconocidos y preferidos, a que todo el mundo vea todo el bien que hacemos “humildemente”… ¡seguimos trepando puestos en las filas cuando la manera “divina” de vivir es ocupar con sencillez nuestro lugar y hacer lo que tenemos que hacer, hacerlo bien, hacerlo a tiempo y hacerlo de corazón! No se trata de despreciarse, puesto que Dios no nos desprecia, se trata de ese equilibrio que vemos en María y también en José que, felices de recibir a Dios y de vivir para Él, aceptan de Dios tanto bien como les regala pero sin mirarse a sí mismos y sin sentirse superiores a nadie.
En este sentido podemos fijarnos también en que, siendo Inmaculada, es decir, no necesitando purificarse, María cumple este precepto de la purificación… así nos enseña a que nos acerquemos a Dios también en este sentido: buscando sin miedo y con alegría, que Él purifique todo lo que en nosotros o en nuestras acciones, aún siendo bueno, está oscurecido bien por las limitaciones, bien por el egoísmo, ¡y que no por eso tenemos que dejar de hacerlo! pero a la vez necesitamos una ayuda, un toque de Dios que lo haga aún más bello y más digno.
¿Y quién era Simeón?
Sólo sabemos que era «un hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel» (Lc 2,25). Lucas no nos dice nada de su pasado, quizá porque delante del Señor no es tan importante el pasado como el presente y porque el Señor se deja sostener en brazos al margen de lo que haya pasado “antes”, sin que eso sea problema para acercarse a Él. Un hombre sin pasado… sin mucho que hacer ya debido a su avanzada edad, ¡pero los ojos del Señor no miran como los nuestros! y para Él siempre es hora de dar un vuelco de alegría al corazón, siempre es momento para cumplir anhelos, nunca es demasiado tarde.
Y en esa misma línea miramos a María y podemos contemplar cómo es Madre y aprender de Ella: viene un anciano y le coge el Niño y le deja… María quiere a Jesús, lo cuida con ternura, pero no lo tiene sólo para sí, sino para todos, para los pastores, para los magos de Oriente ¡y también para aquel hombre y para todos los hombres!
Como suele ocurrir en la vida de María, lo más grande sucede bajo la apariencia de una total normalidad. Externamente la escena es familiar y encantadora: un anciano se acerca a una pareja joven, coge en brazos al Niño y hablan. A nadie le llamaría la atención. Sin embargo el anciano es un Profeta, ese Niño es Dios entregado y entregándose y esa Mujer jovencilla es la Inmaculada y Madre de los que ni la miraron al pasar, que está recibiendo una noticia que le deja un toque de desasosiego en el alma: una espada te atravesará el alma.
Y ahí dejamos a María, con un corazón feliz en la entrega, lleno de Dios, volcado en los demás pero con una perspectiva de dolor que le preocuparía, que a veces amenazaría con atenazarle un poquillo el alma… pero con la cual seguía caminando sin que esto le quitase nada a su alegría, a su entrega a Dios, a su atención solícita por los demás.