Compasión que no pena

Políptico de las Obras de Misericordia
Retablo de las Obras de Misericordia -fragmento- (Maestro de Alkmaar)

Guillermo Camino Beazcua, Presbítero y Profesor de Historia del Arte

Tranquiliza, Señor, mi paso apresurado,
vuélveme un instrumento más eficaz
de tu misericordia.

Bendice mi mente
para que no sea indiferente o insensible,
sino que esté atento a las necesidades
del hermano que sufre.

Bendice mis ojos,
para que estén abiertos
a reconocer tu rostro en el rostro de cada enfermo
y llévame a descubrir la luz
y los tesoros interiores de cada uno.

Bendice mis oídos
para que acojan las voces
de los que piden ser escuchados
y responden a los mensajes
de los que no saben expresarse en palabras.

Pienso en el género cinematográfico de historia, y concluyo que en la mayor parte de las ambientaciones de una historia del pasado, aparecen como signos de las épocas pretéritas la presencia pública en enfermos en las calles, pidiendo, arrancando una limosna. No en vano, una de las obras cumbres de Galdós, Misericordia, describe este ambiente.

En el pasado de Europa, era común observar personas enfermas por los caminos y en las plazas de los pueblos. Durante la Edad Media, la caridad de los monjes en medio de guerras y epidemias fue convirtiendo algunos monasterios en lugares de hospedaje para gente herida o gravemente enferma. De aquella omnipresencia hemos pasado a lo contrario, incluso en nuestra sociedad parece que la enfermedad es un tema tabú entre los más jóvenes. Hoy existen innumerables hospitales y clínicas para atender de la mejor forma posible a quien padece algún mal, pero también el riesgo de ocultar el dolor. No hay duda de que hay enfermedad, pero sobre todo de que hay enfermos, con dolor y sufrimiento. Sin embargo, a pesar del progreso técnico y los avances sanitarios, los enfermos siguen existiendo y siguen sufriendo. Dice Marco Valerio Marcial que “el verdadero dolor es el que se sufre sin amigos”. Es evidente que los enfermos tienen constantes molestias físicas. Aun así, existe un dolor más profundo y más desgarrador que el físico: el dolor de la soledad y de la indiferencia.

Este fin de semana realizaba con los muchachos de confirmación una peregrinación por la provincia de Burgos visitando los santuarios de los testigos de la misericordia y tras conocer en cuarto lugar a San Juan de Ortega, varios muchachos planteaban una evidencia en el testimonio de estos testigos: las obras de misericordia no son un enunciado: unos dan de comer, otros de beber, otros acogen, otros visten, otros visitan al enfermo. Deducían que el misericordioso cuando acoge, alimenta y sacia, si visita, viste y nutre… Es evidente, figuras como san Juan de Ortega abriendo una casa de misericordia nos recuerda que el hogar cristiano atiendo en la globalidad al necesitado, sana y libera como Jesús.

Cada vez son más variadas las publicaciones en el ámbito de la pastoral de la salud. La labor de los religiosos camilos en este campo, está enriqueciendo nuestra reflexión con abundantes cursos sobre cómo visitar y acoger al enfermo. Como en todos los campos, es preciso definir los términos y qué queremos decir con el concepto de enfermo. Hablar de salud y enfermedad en nuestro mundo no es nada fácil, depende del lugar y del dolor con que se mire. La Organización Mundial de la Salud dice que la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social; se trata de una salud integral que atiende a las dimensiones fundamentales de la persona. En el lenguaje cotidiano, la enfermedad es entendida como una idea opuesta al concepto de salud: es aquello que origina una alteración o rompe la armonía en un individuo, ya sea a escala molecular, corporal, mental, emocional o espiritual. No es casual que la palabra salud tenga que ver con la palabra salvación, mientras que la palabra enfermo tenga que ver con debilidad, inseguridad y dolor.

Al cristiano no se le pide en esta obra de misericordia sanar al enfermo, sino visitar. Sanar, cuidar es una acción técnica propia de los profesionales de la medicina. Al creyente se le pide acompañar al enfermo, sobre todo a los crónicos y los terminales, que son personas que se han visto desprovistos de su futuro, como emprendido un viaje no deseado. Quieren que alguien les atienda, les consuele, les tome de a mano para afrontar a su lado esta travesía. Ante esta realidad, se nos invita a vivir la misericordia entrañable de nuestro Dios, que nos interpela y nos lanza a vivir algo propio de lo divino hecho humano: “visitar a los enfermos”. Conviene que nos paremos y profundicemos en esta obra de misericordia y en su alcance más profundo, tanto por lo que otros pueden necesitar de nosotros, como lo que nosotros podemos enriquecernos en el encuentro con el mundo de los enfermos.

Como recordó Benedicto XVI en el ángelus del 5 de febrero de 2012, “la liberación de dolencias y enfermedades de todo género constituyó, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública”. La atención a los enfermos, a los ancianos y a los discapacitados ha estado presente siempre en la vida de la Iglesia, ocupando un lugar central. Los hospitales nacieron al amparo de las catedrales. La historia de la acción social de la Iglesia está ejemplificada por personas cuyo testimonio estimuló la reflexión y la ciencia: San Juan de Dios y San Benito Menni visitando a los enfermos psíquicos; San Camilo de Lelis, Santa Soledad Torres Acosta, Santa Joaquina Vedruna, Santa Josefa del Corazón de Jesús, Beata Teresa de Calcuta… anunciaron la importancia de la enfermería y de los cuidados paliativos.

DESDE LA PALABRA DE DIOS

La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. De hecho, toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte (CEC 1500).

El acto de visitar a los enfermos, no muy frecuente en la Biblia, lo describe Ben Sira como acto de amor hacia el visitante: “No dejes de visitar al enfermo, porque con estas obras te harás querer” (Sir 7,35). El texto manifiesta la mentalidad judía que ponía su acento en el visitante y no en el enfermo, diversamente de Mateo 25,36, en el cual es el enfermo quien tiene una dignidad que debe ser reconocida: es Cristo mismo a quien se visita. En el evangelio de Mateo, “el enfermo tiene una sacramentalidad crística que le convierte en sacramento de Cristo”. Tal perspectiva exige del visitante que descubra en su encuentro con el enfermo pobre y desvalido, un camino y una interpelación que pueda conducirle a asemejarse con Cristo, que “siendo rico, se hizo pobre” (2Cor 8,9).

Jesús de Nazaret se identificó con la misión del encuentro con los enfermos y los que sufren: “Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Id y decidle a Juan lo que estáis oyendo y viendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la buena nueva” (Mt 11,2-6). Jesús visita al enfermo, sana y salva. Su intención de ir anuncia ya la salvación, como al siervo del Centurión.

Para nosotros como creyentes, hallamos una pedagogía de visita a los enfermos, en la que se articulan tres momentos: la visita, la oración y el rito, teniendo este último dos formas: la imposición de manos o la unción con aceite. Así, en Hechos 28,7-10 se narra la acogida de Pablo en casa de Publio y en la carta de Santiago 5,14 se afirma que se debe llamar a los presbíteros cuando alguien está enfermo: “¿Está enfermo alguno de entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que recen por él y lo unjan con óleo en el nombre del Señor… La oración hecha con fe salvará al enfermo y el Señor lo restablecerá; y si hubiera cometido algún pecado, le será perdonado”. Este último texto ha sido considerado por la tradición cristiana como la base y el germen bíblico del sacramento de la Unción de los Enfermos, en germen en la misión de los Doce, cuando “ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6,13).

La asistencia a los enfermos constituye, pues, un gesto de verdadera caridad, un signo orientado a promover vida y salud, tal y como lo realizó Jesucristo, el Ungido de Dios que pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el pecado, porque Dios estaba con él (cfr. Hch 10,38).

UNA IMAGEN PARA ORAR

Observamos la imagen que nos acompaña en este artículo. Como en las anteriores tablas realizadas por el Maestro de Almaark, la escena doméstica de atención al enfermo, se vuelve escena pastoral al descubrir que es Cristo que se halla en ese contexto, visitando o siendo visitado, evidenciando que basta con la presencia para aliviar. El pequeño gesto de visitar a un enfermo es una gran voz que se levanta en el mundo de hoy para decirle que no somos indiferentes, que sí nos importan los demás. El dolor ajeno nos hace más humanos, más sensibles y nos enseña a valorar el precioso don de la salud y de la vida que Dios cada día nos regala.

Visitar a los enfermos supone pasar de la pena al encuentro. El lugar del enfermo está en medio de la comunidad que lo sana, incorporándolo y cuidándolo, para que no pierda su protagonismo ni el sentido de su vida. La misericordia nos llama a hacer más saludable nuestro mundo y nuestra sociedad. Hoy necesitamos recuperar e integrar el concepto del enfermo para llegar a vivir todos sanamente la enfermedad. Orar por nuestra salud y por nuestra enfermedad, por los sanos y los enfermos.

Concluye así la oración que iniciábamos del pastoralista de la salud:

Bendice mis manos
para que no permanezcan cerradas e indiferentes,
sino que transmitan calor y proximidad
a quien necesita de una mano amiga.

Bendice mis labios
para que no pronuncien frases
hechas de palabras vacías,
sino transmitan comprensión y cariño
escondidos en un corazón que ama.

Bendice mis pies, Señor,
para que pueda dejar huellas
de mi paso por este mundo
y contribuya a promover el diálogo silencioso
del enfermo contigo.

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