Temieron y clamaron a Yahveh (II)

, Misionero comboniano
Volviendo a Israel, nos acercamos al drama que está viviendo en su propia carne, al sentir sobre sus cabezas el aliento asesino de sus enemigos de quienes casi se habían olvidado. Es evidente que no entraba en sus cálculos este cambio de planes del faraón. Ante esta nueva situación, los israelitas sienten correr por todo su cuerpo el miedo; al menos cuando estaban como esclavos en Egipto conservaban la vida. A estas alturas se sienten totalmente perdidos, su confianza en Dios hace aguas por toda parte. Surge angustiosa la pregunta: ¿dónde está Dios?, ¿dónde está Aquel que nos ha metido en estas redes de muerte?
No, no es fácil, es cierto. A veces, en ciertos momentos de nuestra vida no es fácil creer en Dios, tener la seguridad de que camina a nuestro lado, cuando el aliento de la desesperación y la desdicha aletean sobre nuestras cabezas; cuando las trompetas que anuncian la destrucción resuenan en nuestros oídos dando al traste con nuestra esperanza.
No, no es fácil. Pero hay que decir también que es el único modo que Dios tiene para convencernos de que, primero, sí existe; y segundo, que, a pesar de las apariencias y las circunstancias adversas, nos ama y cuida. Por ello y para poder hacer esta experiencia, nos tiene que conducir no pocas veces por caminos incomprensibles para nosotros. Lo tiene que hacer así a fin de que, dada nuestra enfermiza hambre y sed de poder y ambición, no nos lleve a hacer de Él un producto a la medida de nuestros caprichos.
Por ello y sólo por ello Dios permite esta historia, a veces poco agradable, en el pueblo de Israel. Toda ella forma parte de nuestra historia y camino de fe. Historia que reviste tintes dramáticos y que el pueblo santo de Israel nos ha legado en forma de salmos, himnos, ayes y lamentaciones. Acontecimientos de fe que Israel, a la luz del Espíritu Santo, ha sabido plasmar en su Liturgia. Podemos, por ejemplo, recoger con nuestras manos el dolor del salmista en quien vemos la desesperación que tantas veces se apoderó del pueblo escogido ante la muerte que se cernía sobre él: “Gimo ante la voz del enemigo, bajo el abucheo del impío; pues vierten sobre mí falsedades y con saña me hostigan. Se me estremece dentro el corazón, me asaltan pavores de muerte; miedo y temblor me invaden, un escalofrío me atenaza” (Sl 55,3b-6).
En esta misma línea nos acercamos a Job. Quizá nadie como él supo expresar el abatimiento y la desesperación de lo que se podría pensar el abandono de Dios. Así lo sintió él a lo largo de un buen trecho de su vida. Quizá nadie nos ha legado una experiencia tan dramática de soledad y tristeza: “Mis días han pasado con mis planes, se han deshecho los deseos de mi corazón. Algunos hacen de la noche día: se acercaría la luz que ahuyenta las tinieblas. Mas ¿qué espero? Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho” (Jb 17,11-13).
Dejamos así, abierta esta catequesis; dejamos al hombre sumido en la tentación de ser preso de la nada y la destrucción, desvalido ante el mal. Le dejamos así por ahora como dejó Dios Padre a su propio Hijo, sumido en el sufrimiento en su oración en el Huerto de los Olivos: “¡…Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44).
Alzaron los ojos. Esto fue lo que hicieron los israelitas ante el peligro, levantaron sus cabezas y vieron a sus enemigos. Sintiéndose perdidos y aunque no veían a Dios por ninguna parte, clamaron a lo alto, a Yahvé, bajo cuya mano habían salido de la esclavitud.
Alzaron sus ojos y vieron la enseña de la muerte ondeando victoriosa en manos de sus perseguidores. Ante tan trágica visión, los israelitas temieron. Poco ha durado el gozo, el alborozo de esta muchedumbre en marcha. La alegría se ha trocado en duelo. Entonces, puntualiza el autor del texto, clamaron a Yahvé. No es un clamor de victoria y alabanza sino de terror y dolor. Parece casi una acusación. Poco les falta para decir a Dios: ¡Por tu culpa estamos al borde de la muerte!
Lamento incontenible es el de Jeremías cuando alza los ojos hacia Jerusalén, ciudad santa entrañablemente amada por todo israelita y, por supuesto, también por él. Lamento estremecedor el de este hombre al contemplar sus ruinas debidas a la destrucción causada por las huestes de Nabucodonosor.
Más lejos va Job cuando, en un primer momento, repito, en un primer momento, da rienda suelta a la amargura de su corazón y se queja contra Dios. Es casi una rebelión contra su forma de hacer con él: “Job tomó la palabra y dijo: Todavía mi queja es una rebelión; su mano pesa sobre mi gemido. ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada! Un proceso abriría delante de él, llenaría mi boca de argumentos…” (Jb 23,1-4).
Corto se queda Job en su queja contra Dios en este texto. Llega un momento en su camino de fe en el que parece que se enzarza, cuerpo a cuerpo, con Él como pidiéndole cuentas. Le echa en cara que no responde a ninguna de sus súplicas ni quejas, que no le hace caso; más aún, que, desentendiéndose de él, se lo ha quitado de encima como un trasto viejo: “Grito hacia ti y tú no me respondes, me presento y no me haces caso. Te has vuelto cruel para conmigo, tu mano vigorosa en mí se ceba. Me llevas a caballo sobre el viento, me zarandeas con la tempestad. Pues bien sé que a la muerte me conduces, al lugar de cita de todo ser viviente” (Jb 30,20-23).
Sabemos bien que en esta escuela del abandono -sólo aparente abandono de Dios- Job pudo conocerle en profundidad y comprender su amor y ternura. Ese amor de cuya anchura, longitud, altura y profundidad da testimonio el apóstol Pablo: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef 3,17-19).
He hecho mención de estos textos bíblicos a fin de que podamos entender mejor que la escuela de la fe o del Amor de Dios, que es lo mismo, tiene sus etapas bien definidas y que no sirven los atajos sean estos cuales fueran. Cada etapa tiene su razón de ser así como su validez. Hablando de etapas, una de ellas es la que nos presenta el texto que estamos viendo del libro del Éxodo: “Los israelitas temieron por su vida y clamaron a Dios”.
Podemos imaginarnos los gritos de victoria de los egipcios cuando consiguen dar caza a los israelitas. Podemos incluso oír sus aullidos de satisfacción al escuchar sus gritos desesperados, y al ver el miedo dibujado en sus rostros y clamando a ese su Dios que, aparentemente, no va a poder hacer nada por ellos. Nos imaginamos la prepotencia de estos hombres montados en sus carros y caballerías. Casi oímos sus rugidos triunfantes: ¡No hay salvación para estos desgraciados!, ¡esta vez su Dios no les va a poder salvar!
¡No hay salvación para Él en Dios! He ahí el grito que todo Israel vociferará contra el Mesías y que ya estaba anunciado proféticamente por el salmista: “Yahvé, ¡cuán numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan contra mí! ¡Cuántos los que dicen de mi vida: No hay salvación para él en Dios!” (Sl 3,2-3).
Sabemos que esta profecía se cumplió al pie de la letra. Recordemos la escena. Jesús, el Mesías esperado por el pueblo santo, acaba de ser levantado en la cruz. No hay consuelo ni compasión para él, es un maldito; hasta un perro merece mejor muerte que la suya. Enardecidos contra el crucificado, le emplazaron con gritos y burlas a que pidiese a su Padre que le salvara. Si no lo hacía, era evidente que no era más que un iluminado, y que, como ya había dicho el salmista, “no había salvación para él en Dios”: “Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: Soy Hijo de Dios” (Mt 27,42-43).