Temieron y clamaron a Yahveh (I)

, Misionero comboniano
“Cuando anunciaron al rey de Egipto que había huido el pueblo, se mudó el corazón del Faraón y de sus servidores respecto del pueblo, y dijeron: ¿Qué es lo que hemos hecho dejando que Israel salga de nuestro servicio? El Faraón hizo enganchar su carro y llevó consigo sus tropas. Tomó seiscientos carros escogidos y todos los carros de Egipto, montados por sus combatientes… Al acercarse el faraón, los israelitas alzaron sus ojos, y viendo que los egipcios marchaban tras ellos, temieron y clamaron a Yahveh” (Éx 14,5-10).
El texto que acabamos de leer nos parece casi inverosímil. Cuesta trabajo creer que todo un pueblo, con el faraón a la cabeza, se haya podido olvidar tan pronto de las desgracias que les han acaecido por haberse interpuesto entre Dios y su pueblo bendito. Aún no se ha repuesto de las diez plagas que han asolado el país, arrasando tierras, animales e incluso personas, cuando deciden armarse hasta los dientes y salir en persecución de Israel.
He afirmado que este cambio de actitud parece inverosímil. Y es que en realidad no cabe en la cabeza de nadie esta nueva decisión del faraón y su pueblo; mucho más teniendo en cuenta la reacción del mismísimo faraón al ver a su primogénito expirar en sus propios brazos. Éste fue el signo definitivo por el que dejó salir a Israel de sus dominios. Además reconoció que su Dios era el Omnipotente, de ahí que, al autorizar la salida de los israelitas, solicitase su bendición. Recordemos estos hechos: “Y sucedió que, a media noche, Yahvé hirió en el país de Egipto a todos los primogénitos, desde el primogénito del Faraón, que se sienta sobre su trono, hasta el primogénito del preso en la cárcel, y a todo primer nacido del ganado… Llamó Faraón a Moisés y Aarón, durante la noche, y les dijo: Levantaos y salid de en medio de mi pueblo, vosotros y los israelitas, e id a dar culto a Yahvé, como habéis dicho… Marchaos y bendecidme también a mí” (Éx 12,29-32).
El mismo miedo, temor religioso al Dios de Israel, se apoderó de todos los egipcios, hasta el punto de que no sólo no pusieron resistencia a su marcha sino que les apremiaron a que se pusieran en camino cuanto antes: “Los egipcios por su parte instaban al pueblo para acelerar su salida del país, pues se decían: Vamos a morir todos” (Éx 12,33).
El autor del libro de la Sabiduría interpreta, bajo la luz del Espíritu Santo, estos acontecimientos que preceden a la salida de Israel de Egipto con verdadera maestría espiritual. Desde ella, nos ofrece unos rasgos catequéticos tan esclarecedores como instructivos: “Todos a la vez contaban con muertos innumerables abatidos por un mismo género de muerte. Los vivos no se bastaban a darles sepultura, como que, de un solo golpe, había caído la flor de su descendencia. Mantenidos en absoluta incredulidad por los artificios de la magia, acabaron por confesar, ante la muerte de sus primogénitos, que aquel pueblo era hijo de Dios” (Sb 18,12-13).
Ante estos testimonios tan lúcidos, no cabe menos que preguntarnos: ¿Cómo es que les duró tan poco tiempo la corrección que Dios les había dado? ¿Qué pasó por la mente de todos estos hombres, incluido el faraón, para olvidarse de lo que les había ocurrido y se empeñasen en desafiar no ya a los israelitas sino a su Dios, habiendo experimentado en su propia carne que era Él quien les protegía?
Dos razones se levantan poderosamente para intentar comprender la actitud casi suicida de Egipto. En realidad son las mismas que se dan en nuestra propia vida. Son dos razones que se correlacionan, es decir, que son secuenciales. La primera nos es expuesta literalmente en el texto que encabeza esta catequesis: la avaricia, la codicia. Oigamos el clamor de Egipto ante la marcha de los israelitas: “¿Qué hemos hecho dejando que Israel salga de nuestro servicio?” He aquí la raíz de la auténtica miseria del hombre. Pronto se olvidaron los egipcios del celo que Dios había mostrado por su pueblo. Ahora sólo piensan en una cosa: ¡Se han quedado sin esclavos, sin la mano de obra en la que sustentaban su prosperidad!
La segunda, más que una razón, es una constatación de la primera: el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Por avaricia quiso Egipto impedir que la voluntad de Dios se cumpliese sobre su pueblo; por avaricia pretende nuevamente someter la voluntad de Dios a su fuerza y poder.
El trasfondo de todo este conjunto de acontecimientos es el siguiente: el necio no aprende ni siquiera de Dios. Se puede amedrentar unos instantes ante un peligro, mas una vez pasado éste, vuelve a las andadas; ésta es la radiografía del necio. En el fondo y más allá de sus sentimientos más o menos píos, resulta que no existe más dios –diosecillo- que él mismo. Bien lo explicó Isaías en su diagnóstico sobre la prepotencia de Babilonia cuando su poder se desmoronó: “Tú decías: Seré por siempre la señora eterna. No has meditado esto en tu corazón, no te has acordado de tu fin… Te sentías segura en tu maldad, te decías: Nadie me ve. Tu sabiduría y tu misma ciencia te han desviado. Dijiste en tu corazón: ¡Yo y nadie más!” (Is 47,7-10).
Como ya hemos dicho, los egipcios, con el faraón a la cabeza, se arrepintieron de haber dejado partir a Israel de sus dominios a pesar de que habían sido testigos de que era un pueblo protegido por su Dios, ante quien nada pudieron hacer sus adivinos, sacerdotes y hechiceros. Cambiando, pues, de parecer y haciendo predominar su insensatez sobre su cordura, todos a una se lanzaron en persecución de los israelitas.
Nos llama la atención el hecho de que, sabiendo que Israel iba desarmado, que no tenía la menor destreza en cuestiones bélicas, en definitiva, que no eran nada más que una multitud de desarrapados, los egipcios salieran en su persecución con toda su fuerza y poderío militar. Nos podemos preguntar a qué tanto ejército, carros, caballos, etc., si aquellos a quienes perseguían estaban tan desvalidos que era imposible que les pudieran ofrecer resistencia. ¿No sería que, en el colmo de su insensatez, intentaban enfrentarse a ese su Dios que tanto les había humillado y sometido con tan grandes castigos?
Al margen de cuál sea la respuesta a esta pregunta, el espacio catequético que se nos abre con estos acontecimientos es el siguiente: El mal del mundo, con su Príncipe a la cabeza, tendrá siempre en su punto de mira, con la intención de acosar y derribar, a los hijos del pueblo santo de Dios, sean estos quienes sean. Así fue con los israelitas a lo largo de la antigua alianza, así es hoy día con los discípulos del Señor Jesús.