La oración cristiana (VII)
, Ex director Nacional del APOR | Vamos a entrar en el misterio de esta Palabra de Dios ya que en la meditación es la ocupación principal. La Palabra de Dios, digamos ya de entrada, no hay que entender lo escrito materialmente. Cuando decimos que Dios está presente en su Palabra o Cristo está presente en su Palabra, no hemos de entender que está presente en el libro, en la palabra escrita. Esto es un signo. No se trata de la palabra materialmente considerada así escrita ni su sentido sólo conceptual (porque la palabra en sí tiene un sentido), sino que cuando hablamos de la oración la debemos entender como la Palabra dirigida, pronunciada a cada uno, que toca el corazón. Es lo que los autores espirituales, los Padres, suelen llamar la ‘Voz del Amado’ refiriéndose a los textos del Cantar de los Cantares. Es esa voz del que me ama y al que yo amo. Esa palabra mutua, palabra viva, la carta dirigida a mi y no simplemente lo que está escrito en un papel.
Así entramos en el misterio de la Palabra, de su meditación y contemplación. La Palabra es puente, es medio de comunicación pero no es el término. El término es el silencio. El grado más íntimo y profundo del silencio. Y toda experiencia humana está compuesta de palabra y silencio, es el juego de los dos. Vamos a hacer una reflexión sobre este punto. Primero, en general, sobre el sentido del silencio, y por otro la Palabra que lleva al silencio.
Cuando en la vida de oración se habla del valor del silencio hay que caer en la cuenta de que hay muchos tipos de silencios, y no todos los silencios son valiosos. Hay un silencio que es puramente físico, un simple callarse, y no tiene especial valor como tal. El silencio ascéticamente es siempre un silencio dinámico. Es el silencio del escuchar. Toda persona para escuchar hace silencio. Es el gesto del que habiendo creído escuchar algo, forma silencio alrededor y manda a los demás que callen ‘creo que he oído algo’. Y entonces crea el silencio dinámico que crea el silencio de escucha. Esta es la postura ascética, inicial: el silencio de escucha. Es el silencio que se pide, por ejemplo, al ejercitante que quiere hacer ejercicios espirituales. Lo que se le pide no es solo una simple disciplina exterior ni es un respeto a los demás solamente (aunque tanto vale), sino es la postura dinámica del que escucha formando silencio para captar mejor la palabra que se le dirige.
Pero hay luego otros silencios. Un reciente autor alemán recogía estas cuatro clases de silencio que iba valorizando: el silencio del pavor nocturno, cuando en medio de la noche, en la selva, hay silencio, es un silencio que sobrecoge, que produce un sentido de pavor. Este no es el gran silencio valioso del que vamos a hablar en conexión de la Palabra. Otro es el silencio de la acedia y la sequedad interior, que también forma dentro del alma un silencio, una sequedad que no se le ocurre nada, no tiene ningún pensamiento, es todo árido. Tampoco este tiene en sí un especial valor. Pero hay un silencio de respeto y reverencia, silencio que impone la presencia de alguien que respetamos y que impone un silencio. Este ya tiene una referencia hacia un tu, y ya no es sólo la atención de escucha de algo, es el silencio respetuoso ante alguien que nosotros particularmente estimamos. Aquí ya entramos en el silencio de la oración. Y finalmente está el silencio místico del encuentro.
Estos silencios están siempre entrelazados con las palabras. Fijémonos en este detalle: lo más importante en el trato entre dos personas que se aman no es la palabra, es el silencio. Mientras que estas personas hablan no han llegado a la comunicación total de sí mismas. Cuando lleguen a un encuentro total, callarán. Será el silencio del encuentro. Y en el orden espiritual el silencio del encuentro místico, del encuentro con Dios. Cuando éste se crea es un silencio totalmente distinto.
El silencio, por lo tanto, es ambivalente. En el silencio se da la palabra honda, profunda, porque se da la comunicación total. Si en los otros silencios se da la palabra, en el místico se da la palabra honda. La palabra entonces viene a ser como un puente que se lanza y que hay que pasarlo y no quedarse en el, si no, no cumple con su misión. La palabra nuestra tiene que terminar en el silencio, tiene que llegar a la fusión total, sobre todo cuando se habla de la palabra dirigida, de la palabra de amor. Experiencia pues compuesta de palabra y silencio. En toda palabra hay algo de silencio si es verdadera palabra de amor, y generalmente va decreciendo en lugar del silencio, la palabra va mitigándose. Quizás podría aplicarse a esto algo de lo que agudamente decía san Agustín refiriéndose a san Juan Bautista y al Señor ‘san Juan Bautista era la voz, Jesús era la Palabra. La voz tenía que disminuir, la Palabra tenía que crecer (entendiendo por Palabra el sentido de lo que está bajo la voz). La voz es comunicadora del contenido de la Palabra’.
Ahora bien, esa relación humana que se realiza en ese juego palabra-silencio es imagen de la Palabra silenciosa de Dios. Se puede encontrar el silencio en la Palabra como sentido último de lo que Dios nos da. Dice san Juan de la Cruz ‘una Palabra dijo Dios y la dijo en silencio, y en ella lo dijo todo’.
Vamos a fijarnos en esta Palabra de Dios, analizando un poco este contenido de la Palabra, ese misterio de la Palabra. Palabra que hemos de meditar, por la que debemos entrar porque la Palabra se nos abre y nos invita a entrar.
Palabra de Dios no es el mero sonido material o de letras escritas, y cuando esa Palabra no cumple su misión en nosotros puede darse incluso el peligro de una cierta idolatría de la palabra material. Se da la idolatría cuando en lugar de sentir la Palabra como dirigida a mí, como contenido que es la persona que se da, me detengo en la materialidad del sonido y en el análisis de lo que es esa materialidad. Entonces se convierte en una idolatría de la palabra. Esto, indudablemente, puede darse, y no es oración. La oración es el contacto con la Palabra dirigida de Dios, con la Palabra viva de Dios para lo cual necesitamos la acción continua del Espíritu Santo.