Hacia el desierto con Dios (II)

, Misionero comboniano
Dios estaba con nosotros cuando salimos de Egipto, nunca se apartó de nuestro lado. De noche nos conducía por medio de su fuego; y a lo largo del día, con la nube; nos llevaba de la mano como un padre lleva a su hijo. He aquí la reflexión catequética sobre la que vuelve Israel, una y otra vez, a lo largo de su historia. Reflexión que nace de su experiencia y que queda plasmada en el acervo riquísimo de sus himnos, cánticos, salmos, etc. Veamos, por ejemplo, el testimonio del autor del libro del Deuteronomio: “…en el desierto, donde has visto que Yahvé tu Dios te llevaba como un hombre lleva a su hijo, a todo lo largo del camino que habéis recorrido hasta llegar a este lugar… que era el que os precedía en el camino y os buscaba lugar donde acampar, con el fuego durante la noche para alumbrar el camino que debíais seguir, y con la nube durante el día” (Dt 1,31-33).
Yo estaré con vosotros, no os dejaré, no os abandonaré a vuestras fuerzas, pues bien sé que la travesía del desierto supera vuestras posibilidades. Éstas y parecidas promesas son las que recibe Israel a lo largo de su historia de parte de Dios. Palabras de esperanza que vuelven a resonar con nitidez en los oídos del pueblo cuando llega el momento de emprender la conquista de la tierra prometida: “¡Sed fuertes y valerosos!, no temáis ni os asustéis ante ellos, porque Yahvé tu Dios marcha contigo: No te dejará ni te abandonará” (Dt 31,6). Yo estaré contigo, a tu lado en tu misión, asegura Yahvé a su pueblo una y otra vez. Estaré contigo, le dice ahora a Josué, de la misma forma que estuve con Moisés. Es el mismo Moisés quien transmite esta protección de Yahvé sobre Israel a Josué su sucesor: “Después Moisés llamó a Josué y le dijo en presencia de todo Israel: ¡Sé fuerte y valeroso!, tú entrarás con este pueblo en la tierra que Yahvé juró dar a sus padres, y tú se la darás en posesión. Yahvé marchará delante de ti, él estará contigo; no te dejará ni te abandonará. No temas ni te asustes” (Dt 31,7-8).
Como ya he señalado, Israel conoce a su Dios a través del desierto. No le interesa definir etimológicamente quién es su Dios. Le conocen por sus obras y, por supuesto, también porque sus palabras se cumplen. Es todo un pueblo que, a lo largo de su marcha por el desierto, está en condiciones de proclamar: ¡Hemos visto y oído! ¡Dios ha estado con nosotros, nos ha acompañado, ha peleado por nosotros conquistándonos una tierra que nos ha dado en propiedad!
Un problema se levanta cuando Israel es conducido al destierro. Con el paso de los años en Babilonia, su fe se va debilitando. Los israelitas ya no tienen tan claro que son el pueblo santo de Yahvé, ni que Él esté con ellos. La sensación de estar abandonados se ha pegado a su alma como la piel a sus huesos. Los salmos y cánticos de sus liturgias, otrora bellísimos y exultantes, se convierten en lamentos tristísimos: “¿Acaso por los siglos nos desechará el Señor y no volverá a sernos propicio? ¿Se ha agotado para siempre su amor? ¿Se acabó la Palabra para todas las edades? ¿Se habrá olvidado Dios de ser clemente, o habrá cerrado de ira sus entrañas?” (Sl 77,8-10).
Estos gritos, como hemos podido observar, no pueden ser más desgarradores; entre los diversos lamentos que hemos oído, uno nos llega de forma especial al corazón: ¿Se acabó la Palabra para todas las edades? ¿Se acabó la Palabra para siempre? Lo que equivale a decir: Aquello de Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, la epopeya del desierto, ¿no tienen ya ningún valor? El acompañarnos de Dios guiando nuestros pasos con su presencia por medio del fuego, la nube, ¿es hoy día creíble para nosotros? ¿No es tal vez más que un vaguísimo recuerdo que no tiene más valor que una leyenda, parecida a las que hacen parte de la historia de los demás pueblos de la tierra?
He ahí el grito de un pueblo que se siente abandonado por Dios. Sin embargo, Él los oye y envía a sus profetas para decirles: Todo eso que engendran vuestras mentes y corazones es mentira. Estuve, estoy y estaré siempre con vosotros, porque mi Palabra no conoce la doblez. Oigamos, por ejemplo, a Ezequiel ante quien Dios se presenta como el buen Pastor de Israel. Buen Pastor que está con ellos, que los volverá a reunir para conducirlos a su tierra: “Porque así dice el Señor Yahvé: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas… Las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de los países, y las llevaré de nuevo a su suelo” (Ez 34,11-13).
Yahvé Dios, Pastor de Israel, pasa el testigo del pastoreo a su Hijo. Él es el Buen Pastor definitivo. Nos reúne a todos y nos conduce a lo largo de nuestro peregrinar en la tierra hacia Él, su Padre y nuestro Padre: “Las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10,3-4).
Dios iba con su pueblo en su camino a la libertad. Los signos de su acompañamiento eran, como acabamos de ver, la nube durante el día para protegerle del sol, y el fuego durante la noche para que tuviese claridad en las tinieblas. Nos llama la atención que, inmediatamente después, el autor insiste de forma reiterativa en este marchar de Dios con Israel, puntualizando que no se apartó de él ni durante el día ni durante la noche.
Dios, que no se separa del hombre sean cuales sean las circunstancias: he ahí el núcleo catequético que el autor del libro del Éxodo nos quiere transmitir. Su insistencia en puntualizar detalladamente y con los signos adecuados todos estos detalles, es un canto a la cercanía de Dios con su pueblo en su travesía hacia la tierra prometida.
Detrás de esta catequesis se nos abre una puerta inusitadamente bella: la vida del hombre es toda ella un éxodo, un caminar hacia Dios, a quien progresivamente vamos reconociendo como Padre. Nos es muy fácil hacer esta interpretación sabiendo que, como dice Pablo, la historia de Israel es un bello reflejo de nuestra propia historia de salvación, de cercanía con Dios: “En efecto, todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4).
De todas formas, y para no dar pie a que alguien piense que cogemos un texto bíblico por los pelos y lo adaptamos a ideas u ocurrencias personales, vamos a acercarnos a lo que los israelitas llaman el segundo éxodo de su pueblo. Podremos así observar que, al igual que en el primero, Dios se compromete a estar al lado de Israel en su nueva salida hacia la libertad.
¿Cuál es este segundo éxodo?, se preguntarán algunos. Nos estamos refiriendo a la salida de Israel de Babilonia, a donde fue desterrado en tiempos del rey Nabucodonosor. Dios visita a su pueblo cuando está en este destierro por medio de los profetas. Y, al igual que le prometió cuando se hallaba en Egipto que les liberaría, les da a conocer ahora que también les hará salir de Babilonia. Les añade que no tengan miedo, que nuevamente caminará a su lado dando consistencia a sus pasos: “Ahora, así dice Yahvé tu creador, tu plasmador, Israel. No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahvé tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador” (Is 43,1-3).
Recuperamos la palabra que hemos citado anteriormente del apóstol Pablo, quien nos decía que toda la historia de Israel es signo y figura de nuestra propia historia de salvación, para dar paso a un tercer éxodo. Estamos hablando del definitivo, aquel que culmina en el Padre. En este tercer éxodo no se trata de una supervivencia en el desierto, de una conquista épica o del desmoronamiento de un imperio como en los anteriores… ¡Se trata de traspasar los cielos y llegar hasta Dios! Más aún: es un éxodo cuya culminación consiste en habitar para siempre junto a Él.
Sin duda que todo esto es maravilloso, pero… ¿cómo penetrar los cielos? Parece casi como un asalto a la majestad y omnipotencia de Dios. De acuerdo. Dios es totalmente omnipotente, pero, por encima de todo es amor. Movido, pues, por su amor incondicional e incomprensible, envía a su Hijo al mundo. Es una misión, como el mismo Jesucristo dice, de ida y vuelta: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16,28).
He ahí lo que nos interesa, su vuelta al Padre. Esto es fundamental para nuestra fe y, por supuesto, también para nuestro destino final, ya que, al volver a Él, penetró-abrió los cielos, abriendo así la puerta a toda la humanidad, como nos dice el autor de la carta a los Hebreos: “Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos –Jesús, el Hijo de Dios- mantengamos firmes la fe que profesamos… Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb 4,14-16).
Acerca de este nuestro éxodo definitivo, Jesús hace constar que, aun yéndose al Padre, estará con nosotros, nos dará a conocer su Nombre para fortalecernos en nuestro caminar hacia Él: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo… Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,24-26).