Extraños en nuestra propia vida

Atardecer

Beatriz Olivares López | Hay veces en la vida en que nos sentimos extraños en nuestra propia piel. El mundo continúa siendo el mismo; con sus idas y venidas, sus prisas y eternas esperas, sus agobios y momentos de diversión. Sin embargo, cuando algo ha cambiado en nosotros, ya no lo percibimos de la misma forma. Por supuesto, eso no tiene por qué ser malo, pero los cambios siempre asustan.

Esta vez me ha tocado a mí alejarme de una parte fundamental de mi vida, pero sé que muchos de vosotros también sabréis de qué sentimiento os hablo. Seguir viviendo en la misma rutina es fácil, pero vivirla de la misma forma es imposible. En lo más profundo de nosotros tenemos otra alma por la que luchar y con la que crecer y eso nos hace irradiar una luz más poderosa que debemos aprender a valorar y enfocar.

Sin duda, este cambio nos puede hacer sentir desprotegidos o incomprendidos, pero nuestra esencia no nos abandona, todo lo contrario, se hace aún más presente. Únicamente quien conoce en profundidad esa parte de nosotros es Dios, por eso, en estos cambios drásticos, nos ayuda y a la vez nos cuesta unirnos más a Él. Nos ayuda y llena porque es nuestro Padre, nos conoce desde siempre y mucho mejor que nosotros mismos y, por eso mismo, nos comprende y valora más de lo que ningún humano es capaz de hacerlo. Pero, por otro lado, nos cuesta, porque nos lee el corazón sin nosotros saber entenderlo: no existen las excusas ni las sonrisas forzadas para Él.

Igual de desconcertados se sentían los discípulos de Emaús al descubrir que “Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero no lo reconocieron, pues sus ojos estaban velados” (Lucas 24:15-16). Se preguntaban “¿no ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lucas 24:32). Se sentían perdidos y cegados por no haber entendido ni sus propios sentimientos, pero Dios sí supo abrirles los ojos, el alma y el entendimiento para apreciar la magnitud de lo que estaba sucediendo: el corazón les ardía porque era el mismo Dios quien lo tocaba.

Podemos estar seguros de que, si tenemos estos sentimientos tan profundos, es porque Él está actuando en nosotros. Tras ello, no debemos intentar encajar como antes. Igual que cuando el cuerpo crece debemos ponernos ropa más grande y no empeñarnos en usar una talla que no tenemos, cuando crecemos como personas tenemos que luchar por encontrar un sitio en el que quepan también nuestros cambios y, en este caso, en el que nos sintamos cómodos con nuestros nuevos angelitos.

No será una tarea fácil, pero “si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31). En comunión con todos los santos y, por aquellos que nos han hecho ser quienes somos, seguiremos… ¡más fuertes y unidos que nunca!

Anterior

Matrimonio: ¿hijos o mejor perros?

Siguiente

Auctor beate saeculi